Para Maya en su cumpleaños*

Había esperado el día de su cumpleaños para contar un secreto que había sido todo un misterio desde la primera vez que vio a través de la ventana una estrella azul en el firmamento nocturno que aparecía justo el día en que todos celebraran en derredor de una mesa donde su nombre se repetía desde el merengue sobre el pastel y en los globos, los adornos de la papel con letras en colores y brillantes, la alegría de Aurora, con su mirada de orgullo al ver los pocos centímetros que la separaban de la altura alcanzada por la pequeña hermana. De sus papás y los abuelos llenos de palabras bonitas y augurios de cosas nuevas, incluso algunas desconocidas para su vida. Pero de lo que sí estaba segura era de la llegada de la estrella azul con un brillo diferente, casi mágico que podía ver detrás de la ventana, cuando las montañas nevadas en el horizonte semejaban dragones dormidos.

Así que esa noche, con el telescopio pudo verla de cerca. Tanto que sentía que podía tocarla. Descubrió que su color azul era tan intenso como el mar y pensó que tal vez siempre estuvo allí y no tenía un aparato como el telescopio para mirarla. Pero ocurrió lo inesperado: colocando bien el lente pudo ver los rizos de un pequeño niño, mientras regaba una hermosa flor. Pensó que tal vez era el momento de contarlo a su nona, por supuesto antes que a mamá y papá. De cualquier forma, debían enterarse que la figura de aquel niño tenía un gran parecido con otro conocido en sus libros: El pequeño príncipe. Pero era solo un libro. Así que no se dio cuenta en el momento que se quedó dormida.

Cuando despertó el sol había subido lo suficiente como para que la estrella no pudiera ser vista en la luz del día. Entonces miró bajo la almohada y encontró la imagen del principito y una bufanda tan hermosa y bordada de estrellas como el azul del mar.

RSM. 15 de abril de 2021.

*Maya es una niña italiana que tiene una abuela cubana.

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El tesoro de los pececitos azules

“Todo niño guarda consigo una caja de sueños,

para cuando ya es adulto poder esparcirlos, en el viento,

 y contarlos”

(Fragmentos de vida. RSM)

Había una vez dos peces azules… ¿qué tenían de extraordinario dos peces azules en un planeta, que desde el cosmos se puede ver su color azul? A ver… pregunto: ¿Qué podían tener distinto dos peces azules en un océano donde abundan peces de ese color? Ah, que sí, que eran distintos. Eran dos pececitos que juraron estar juntos en cualquiera de las circunstancias: buenas o malas y así lo prometieron un día en que el Sol se había detenido por unas horas, en lo alto del cielo para admirar las bellezas de la tierra. Sucede que, precisamente aquel día, ambos pececitos azules se habían alejado del lugar donde vivían y, sin darse cuenta, llegaron a donde el mar es un poco más profundo. Por supuesto, decidieron volver pero ya era un poco tarde y la noche comenzaba a exponerse como un enorme velo oscuro que dejaba solo lugar a una hermosa luna llena acompañada de estrellas. ¿Pues qué ocurrió? ¡Ah!, les cuento. Ambos pececitos comenzaron a buscar el camino de regreso. Sentían frío, no solo el frío del agua profunda, sino el frío que sentimos cuando estamos tristes o cuando estamos solos. Pero, como habían prometido cuidarse y defenderse, se juntaron mucho y se quedaron dormidos. Cuando despertaron ya amanecía. Estaban mucho más lejos de las costas y siquiera conocían aquellos parajes. Entonces fue que advirtieron la presencia del enorme tiburón que se acercó, despacio, como si fuera un enorme buque de guerra. Tenía los ojos grises y también la piel del color de la tormenta. El enorme escualo dio una vuelta en derredor y se acercó despacio.

_ ¿Por qué andan en estos mares?, preguntó con un vozarrón que pulverizó de miedo a una ola.

_ Porque estamos perdidos, respondieron, al unísono, los dos pececitos azules.

 _ ¡¿Perdidos?! Repitió el tiburón y pensó en que se acercaba la hora del almuerzo. A fin de cuentas no era mucho bocado, como el satisfacer su voraz apetito, con aquellos pececitos, pero estaba de ayuna y le servirían, al menos, para llevar algo a sus enormes tripas. _ Si están perdidos los puedo ayudar, los llevaría de vuelta a donde están vuestras familias, dijo el tiburón pensando en la posibilidad de conocer el lugar donde habitaban estos dos pececitos y prepararse para un festín mucho mayor. Por supuesto, los pececitos conocían perfectamente del peligro que les amenazaba. En la escuela habían sido advertidos de cómo podría ser un encuentro con aquella bestia marina que podría devorar cientos de peces y repetir la cena. Así que se propusieron un plan.

_ Está bien, puedes llevarnos hasta las costas. Allí en una enorme ciudad vivimos miles de peces azules, rojos, amarillos, tantos que no imaginas lo contento que se pondrán cuando vean quién nos ha salvado.

El tiburón se quedó unos minutos dando vueltas, pensaba en la posibilidad de un festín inolvidable y se dijo para sí: “es mejor llevarlos que comerse solo estos dos chicos”. Así que vociferó:

_ Pues péguense a mi cuerpo y los llevaré a la costa. Así hicieron. Muy pegados y debajo de una de las aletas dorsales del tiburón los pececitos sintieron que viajaban a tal velocidad que pronto llegaron a ver los primeros indicios de la flora submarina más próxima a la costa. Cuando estuvieron bien cerca el tiburón se detuvo y gritó: _ He cumplido mi parte. Ahora me pueden decir ¿dónde está esa ciudad de miles de peces? Claro está, los pececitos azules nadaron raudos hacia las piedras más cercanas y se escurrieron entre las rocas. El tiburón engañado y molesto dio enormes saltos sobre el agua hasta provocar grandes olas y se fue vociferando maldiciones a los dos pececitos azules que le propinaron tamaño engaño. Por supuesto, todo cuento tiene una moraleja. En este caso, triunfó la unidad de los dos pececitos amigos y la inteligencia sobre la fuerza. Es por eso que no existe mayor valor que la amistad. Eso fue, precisamente, lo que da respuesta al principio de este cuento. ¿Qué tenían de extraordinario dos peces azules en un planeta, que desde el cosmos se puede ver su color azul? Pues, ustedes ya tienen la respuesta.

RSM 7 de febrero de 2011.

Ver además:

Lecturas de domingo: El conejo azul