Libro de relatos: Estaciones nocturnas
Debo pedir disculpas al lector si reservo cualquier detalle que pudiera describir, como natural o terrestre, la belleza física de aquella mujer que cambió, definitivamente, mi concepto de vida (al menos lo considerado como una existencia normal), excepto por la necesidad de no evadir la referencia a un detalle que resulta imprescindible para entender por qué debo explicar lo escrito cuatro líneas arriba. El color de su piel no parecía real, ni siquiera podría ser comparable con el de una muñeca de la más pura porcelana. Salvado este pormenor, entonces, podré enfocar el relato a su esencia: el encuentro con una criatura más cercana al resultado de la pormenorizada visión futurista de los constructores de androides que del febril deseo de sus ingenieros y programadores cibernéticos para reproducir un sujeto capaz de reunir los atributos de la buscada perfección (artificial) humana. Había cruzado la avenida tan cerca de mi cuerpo que me resultó conveniente sonreír cuando advertí que también ella lo hacía de una forma cómplice y perturbadora. Los pocos segundos de aquel encuentro bastaron para que, literalmente, me atrapara o más bien me arrastrara consigo hasta el lugar donde solicitó una bebida refrescante. Observé cada detalle, en el movimiento de sus manos, y no advertí nada mecánico; aunque todo parecía pulcramente cronometrado, desde la forma en que sostenía su cuerpo sobre la pierna derecha con el propósito de mostrar toda la esbeltez de sus curvas bajo el colorido vestido tejido con hilos de mariposas. Hizo retener el aliento del mesero cuando ella extendió su mano para sostener el recipiente…
Reconozco que no pude concluir este relato y la razón es tan consistente como el instante que interrumpe un gustoso sueño. Hoy lo retomo en espera de que alguien lo concluya y me haga ver lo desconocido, lo diferente. Solo aseguro que aun guardo un trozo de papel de cantina con unos versos que tampoco tienen sentido, pero también son diferentes.
La noche de papel
Sobre la bicicleta bordeó la costa. Su cuerpo dispuesto a la entrega y las caricias irreverentes del mar.
Dibujó en la oscuridad, una gota de lluvia.
Bordeó sus contornos con una sonrisa.
Recortó despacio una caricia.
Colocó la sonrisa sobre la caricia
Y descubrió, convertida en Luna, la gota
de lluvia, sobre el papel, y pudo ver sus manos
Y comprender el por qué dejaban sentir la caricia.
Y palpó su boca y encontró la respuesta de la sonrisa.
Y, por primera vez, pudo ver su rostro en la oscuridad,
en la noche de papel, bajo la lluvia.
RSM.
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La espera
Sobre la bicicleta bordeó la costa. Su cuerpo dispuesto a la entrega y las caricias irreverentes del mar. Desató su falda con un gesto delicado en el borde de sus caderas y sentí el ligero temblor de la tela al caer desde la curvatura de sus muslos y plegarse sobre las rocas dejando descubiertas las líneas exuberantes que perfilaban el promontorio de su sexo.
Cuando entró en el mar fui testigo de un instante mágico, tal vez el único en el cual se alinearon nuestros mundos y resulte escogido para disfrutar de su desnudez, mientras mi cuerpo convertido en olas deslizaba mi alma bajo su piel.
RSM.
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