Una hormiga resbaló sobre la viga de un rascacielos en construcción y, mientras caía, se le ocurrió pensar en cómo habría sido todo sin sufrir aquel percance que le hizo precipitarse al vacío. Entonces, reflexionó en la lectura que le llevó a descubrir un texto de Michael Foucault y recordó que si bien la realidad es una infinita gama de grises, en ocasiones, es necesaria presentarla en términos de blanco y negro para mostrar, de una forma nítida, los puntos de tensión en conflicto. Pero Foucault era un personaje ciertamente poliédrico: activista político, historiador (de la locura, de la clínica, de la prisión, de la sexualidad), un arqueólogo del saber, un analista del discurso, de las relaciones de poder, psicólogo (de la genealogía de la subjetividad), filósofo de la modernidad, de la postmodernidad, estructuralista y posestructuralista, del poder y del sujeto. No podía entender los misterios que vislumbró Foucault, a quien conoció por casualidad, mientras buscaba residuos del desayuno sobre la mesa de un estudiante. Caía. Así, durante una hora, repasó su vida anterior, mientras caía, y llegó a una conclusión: “Quizá no fue una buena idea subir a tal altura”. En realidad había tardado días en llegar a ese nivel. Una expedición arriesgada, incluso hasta para una hormiga. Así, pues, buscó una salida y evocó un texto relacionado con la Ley de la gravitación universal: “Todo objeto en el universo que posea masa ejerce una atracción gravitatoria sobre cualquier otro objeto con masa, aún si están separados por una gran distancia. De alguna manera se comportaba como un objeto, caía. De esta manera comprendió que, de acuerdo con el peso de su masa corporal sería atraída con mayor rapidez como establecía la ley de la inversa del cuadrado. Pero estaba muy lejos. Caía, y en el descenso analizaba que podía resolver el asunto de su estrellamiento al expresar lo anterior en una ecuación diciendo que: “la fuerza que ejerce un objeto con masa m1 sobre otro con masa m2 es directamente proporcional al producto de ambas masas, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa”. Pero caía, aunque apenas lo notaba. ¿Habría desaparecido para ella la ley de la gravedad? Ni siquiera podía imaginar cómo sería su aplastante llegada. Pero nada podría hacer, nada sabía de matemáticas aplicadas a la física y tampoco (este desconocimiento) podría impedir que se cumpliera lo que ocurriría a partir del momento que resbalara sobre la viga del rascacielos en construcción. Definitivamente moriría, justo lo pensaba cuando se le ocurrió acudir a Sigmund Freud. Emplearía la hipnosis para evitar que aparecieran los síntomas patológicos que la pudieran definir como una hormiga neurótica, miope, alérgica y el ombligo del mundo. Descartó la idea. Si iba a estrellarse, lo haría con dignidad.

En realidad también se había equivocado al pensar en Freud y reflexionó acerca de lo expuesto por Jean Martín Charcot, quien propuso una equiparación entre el estado hipnótico y el estado histérico traumático. A fin de cuentas se poli-traumatizaría hasta morir cuando llegara al suelo. Recordó que, en el accidente traumático, el trauma opera naturalmente de un modo análogo a como lo hace bajo el mandato del hipnotizador, en la situación artificial de la hipnosis. O sea: la histeria traumática es como la auto-hipnosis espontánea y la hipnosis resulta como un pequeño trauma reproducido artificialmente. Pero, ¡Eureka!, para Charcot, la hipnosis sólo es posible en histéricos ya que no todos los sujetos son hipnotizables. A fin de cuentas caía y lo hacía dulcemente, sin histeria. Pero la novedad que trae Charcot no es la noción misma del trauma (que es anterior) sino el modo de explicarlo, en la medida en que destaca el papel que cumplen las representaciones que el sujeto se hace de la situación. Habían pasado horas y la hormiga pensaba, en medio de su densa soledad y caía. Fue entonces que miró en derredor y comprendió que la noche comenzaba a extenderse. Analizó que no podía precisar la hora exacta de la puesta de sol. Nunca había reparado en ese detalle. Ni por qué palidecía el poniente con esos destellos hermosos. Caía. Así, en ese extraño vuelo continuó su viaje hacia la tierra en medio de una noche larga y fría. Caía.

La mañana la descubrió dormida. Caía. Despertó al sentir, en la brisa matutina, la fragancia de las margaritas. Sintió sobre su diminuto cuerpo los primeros rayos del sol. Aún no había muerto, no se había estrellado, solamente caía en su largo viaje hacia la tierra. Y pensó: ¿Por qué no disfrutar de tan bello paisaje antes de la muerte? Pero no recordó ningún pasaje épico que le permitiera citar la frase de un héroe a punto de morir. Solo la dedicatoria, escrita por una mujer enamorada, en la contraportada de un libro relacionado con el anarquista llamado Severino y ejecutado en Argentina. No sabía por qué solo recordaba la dedicatoria y creyó que sobre su cuerpo no podría cumplirse ninguna ley de gravitación universal. Sonrió, porque, ni Freud, ni Foucault, ni Charcot, tenían la respuesta. Había subido al rascacielos por amor y repasó el momento en que comenzó a escalar las vigas de acero y prometió, a su amada, que subiría a buscarle una estrella. Estaba feliz porque había encontrado una forma digna de morir, la había escuchado en un parque, en la voz de un ser humano de apellido Sabines y recitó: “No es que muera de amor, muero de ti amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti de mi alma de ti y de mi boca y de lo insoportable que yo soy sin ti. Muero de ti y de mí. Nos morimos entre los dos, ahora, separados del uno al otro…, (hizo una pausa con un nudo en la garganta y continuó) Me muero de mi cuerpo y nuestro cuerpo, de nuestra muerte amor, (…)".

31 de marzo de 2011.

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