Nadie sabía que hay después de la muerte porque nadie había regresado para contarlo. Los más que habían llegado hasta el umbral referían la entrada a una especie de túnel donde (al final) se observa una radiante luz. Tal afirmación solo refuerza el sentido de una existencia eterna y lejos de la forma corpórea que nos permite sostener la carne y la sangre sobre los huesos.
Por supuesto, jamás creí en esas tonterías de fantasmas y personas que regresaban porque no aceptaban su vida en el más allá o se quedaban en una especie de limbo o tránsito entre los dos mundos (el nuestro y la dimensión donde permanecen los difuntos) o regresaban por motivos pendientes, digamos más bien personales. En todo caso preferiría considerar la transformación de la energía como la única justificación posible ante las supuestas visiones etéreas o de personas del ultramundo.
Así pensaba mientras no había sido llamado o mejor, ¿por qué no?, me ofrecieron la oportunidad de realizar la definitiva incursión por el mundo de los muertos. Por supuesto, no acepté. De ningún modo espero crear una expectativa en quien lee estas líneas. Tampoco como testimonio tendría sentido escribirlas si no explico, en detalles, el suceso extraordinario que me llevó _desde el cuerpo de guardia del hospital donde laboraba como médico forense_, hasta la morgue del Instituto de Medicina Legal, una lluviosa noche de lunes, en el mes de junio, después que un ómnibus con el número 1431 me hiciera volar por los aires hasta el otro lado de la vía y donde permanecí hasta que la ambulancia con el número 1560 regresaba después de trasladar a dos personas: un hombre y una mujer que yo había certificado difuntos. Se trataba de Vladimir D. e Isabel B., una pareja cuyos cuerpos fueron abandonados entre los arbustos de una zona poco concurrida del Parque Metropolitano de La Habana y que el equipo de paramédicos recogió _después de las pesquisas realizadas por los detectives forenses. Una hora antes le había extendido el documento que los declaraba muertos. Incluso bromeaba con los paramédicos por la brevedad del trayecto que los conduciría hasta el otro lado de la calle, una vez realizados los trámites de rigor, y engavetados en un local refrigerado del “Instituto que denominábamos: “de última voluntad” para que fueran realizadas las diligencias correspondientes hasta encontrar un pariente o familiar dispuesto al reconocimiento y, por consiguiente para cumplir con los trámites funerarios. Lo extraño es que una media hora después era yo quien estaba tendido, precisamente, junto a la fatal pareja. Sin embargo, no apareció frente a mis ojos ningún túnel oscuro con una luz al final. No podría siquiera recordar qué ocurrió los segundos posteriores al violento impacto que sufrí y permanecí en el aire antes de caer. Por supuesto, no podía hablar ni mover un músculo. Debía sentir dolor, pero la precisión de estos datos, el lector, la agradecerá más adelante. Prefiero concentrarme en lo que sucedió cuando estuve junto a Vladimir e Isabel. Primero se levantaron de sus camillas, miraron en derredor sin dar mucha importancia al lugar y, salvo ella que alisó un poco sus cabellos, el joven me revisó curiosamente y sonrió (supongo) cuando recordó que observaba al médico que les había recibido en el hospital y declarado difuntos. ¿Coincidencias? No creo en las casualidades de este tipo. Siempre tuve bien claro, como establece la dialéctica, que existen las casualidades y las causalidades. La primera cuando la circunstancia o hecho se produce de manera natural (por definirlo de alguna manera) y las segundas como consecuencia directa de una condición natural o inducida por el hombre. En este caso la casualidad me colocó en el momento que fueron reportados a mi guardia médica los cuerpos de Vladimir e Isabel. La causalidad, como supe más tarde por ellos mismos (al igual que su nombre) resultó de la pequeña incisión que realicé en el cuerpo de Vladimir y, por un error lamentable, el bisturí se corrió y penetró el latex hasta mi piel. Desliz que yo oculté debido al temor de alertar sobre un posible contagio con una enfermedad transmisible como el VIH, pero sobre todo porque el corte practicado sobre el cuerpo del joven no tenía otro sentido que satisfacer mi curiosidad médica, explico: De acuerdo con las características del lugar donde fueron encontrados habrían muerto cuatro horas antes de ser encontrados. Sin embargo, ambos no mostraban el rigor mortis característico del tiempo calculado por los forenses. Incluso, puedo asegurar que fue un impulso incontenible lo que despertó mi curiosidad. Pero el corte se produjo cuando le sentí estremecerse justo al momento de hundir la filosa hoja. La sensación de temor que me invadió fue indescriptible. Contaminarse con la sangre de un cadáver no estaba en mis pronósticos, aún cuando el riesgo de nuestra profesión implica enfrentar un problema semejante. De hecho, en el caso que describo, no tenía por qué emplear tal instrumento quirúrgico. Por supuesto, guardé silencio ante mi temeraria acción y envié una muestra de la sangre del occiso al laboratorio. Mi prestigio profesional estaba en juego, también las ocasionales relaciones con la parte más sobresaliente (en términos de Don Juan) del personal femenino del hospital, incluida una auxiliar de limpieza de reciente ingreso: la escuálida muchacha de veinte años que fue la causante de un brote de seducción entre residentes y clínicos, me incluyó.
El hecho fue que Vladimir, al examinarme, llevó mi mano a su boca y chupó en el lugar donde tenía la herida. Lo que experimenté resultó extraño: primero por aceptar, en mi subconsciente que fuera posible. Segundo por la sensación de bienestar que me produjo la succión. Tercero: conocía el lugar y eso significaba que estaba muerto.
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Barracuda
“(…) oteando el horizonte
como un animal que acecha,
(…)”
RSM
El hambre es mala consejera. El pez miró de soslayo el fragmento de olorosa carne y cruzó hasta colocarse bajo el bote. Permaneció allí durante varios minutos antes de atravesar como una saeta la distancia que le separaba del alimento sostenido por el anzuelo. Por un momento su cuerpo estremecido se expuso fuera del agua. Observó sorprendido a los hombres y emprendió una larga escapada que tiró del cordel varios metros bajo la superficie. De momento, el instinto de conservación le llevó a realizar la maniobra aprendida durante años: aflojó cuanto pudo la cuerda hasta convertirla en un péndulo justo en el medio de la quilla. Así estuvo, durante media hora o tal vez un poco más para esgrimir su ataque minutos antes de la muerte, su muerte. Una vez más tensó la cuerda, sujeta a una de las vitas del bote, y volvió a emerger como un brillo de rabia azul sobre las aguas. Uno de los hombres, sangrando las manos, recogió hasta acortar la distancia y pegar su cabeza junto a la borda. Los ojos profundos, la mirada retadora…
(…)
2011
RSM.
Ver además:
Lecturas de domingo: El sueño del pez (minirelato fantástico)
Muy agradable narración. Felicidades a quienes la escribieron.