Afuera la noche es profunda y densa. No puede saberse con exactitud donde termina el agua y comienza el aire; ni siquiera advertirse el frágil y delgado límite entre lo tangible y lo etéreo sino fuera por el susurro que, bajo el bote, denuncia el parloteo silencioso de los habitantes subacuáticos al saber que el hombre de la chalupa ha regresado.

Primero se escuchaba el desacoplado corazón del antiguo motor de dos caballos de fuerza que lo traía, cada atardecer, hasta el lugar donde esperaba la media vuelta redonda del Sol. Pero, en ese momento, según sus cálculos, el astro rey estaba exactamente sobre China.

Esperó que el pescador lanzara la diminuta áncora y que el cabo se tensara lo suficiente para fijar el bote como si fuese un papalote sostenido por las rocas en el fondo.

Él encendió su pipa y humedeció sus labios con una mezcla de ron y café. Luego ensartó un pedazo de la carnada y dejó caer el cordel entre sus dedos exageradamente ásperos y redondos.

Ella, tenía un aspecto diferente al de sus congéneres. Más bien parecía un perro de mediano tamaño. Se arrastró, apoyada en sus aletas-patas, hasta colocarse justo debajo de la chalupa. Por supuesto, el hombre sabía, había escuchado de su existencia, pero no conocía al Pez.

Los pescadores no conocen a sus víctimas, solo las imaginan (antes de matarlas), de acuerdo con la astucia mostrada por las bestias submarinas, durante los duelos para arrancar el alimento “ofrecido” a cambio de servirlas sobre la mesa.

Sin embargo, los peces si conocen a sus victimarios. Muchas veces los convierten en sus víctimas y los esperan. Incluso, tienen la ventaja de poderlos mirar y escuchar, cuando los hombres preparan la estrategia de captura. Por supuesto, si el desafío es a la antigua: hombre-anzuelo-pez, el resultado puede ser: pez-cado o al revés: pez-anzuelo-hombre.

En otras, la consecuencia puede ser fatal. No es el caso del pescador y el Pez que le observa bajo el bote.
Cuando el pescador lanzó el cordel, armado de carnada y anzuelo, el último pez había cenado.

El resto permanecía en el refugio de los abanicos de mar, entre los corales y los arrecifes, envueltos por el letargo de la nocturna modorra porque también estos animales duermen, cazan y sueñan que podrían tirar un cordel hacia tierra firme y atrapar a cualquiera de los seres humanos que se acercaban a la orilla con el mismo propósito.

Así que el pescador permaneció absorto en el parpadeo de las olas. En realidad no le interesaba capturar a ninguno de los peces que sabía le miraban desde el agua.

Por un momento, sintió el deseo de correr sobre la arena, como lo hacía cuando era chico y soñaba que podía convertirse en un pez y encontrar la sirena hermosa descubierta en el libro regalado por el abuelo y convertida en su obsesión después que la vio en un sueño: caminaba como suelen hacerlo las musas, despacio para no ser vistas.

Sonreía y comprendió que solo tendría una oportunidad de poseerla.

El Pez se acercó despacio al borde de la chalupa con los ojos relumbrantes como esmeraldas. Extendió sus manos y descubrió, a la luz de la luna, que había logrado capturar al hombre.

Él sintió cómo su cuerpo se llenó de escamas de plata y poco a poco fue tomando la forma de un Pez.

24 de enero de 2010

Delator

“Un ángel se asomó a mis sueños
colocó sus manos sobre mi pecho.
Un ángel borró las huellas de un pasado
e hizo crecer un árbol nuevo” RSM.

A quienes odian lo que otros aman.

Escuchó su nombre y supo que su plan había resultado perfecto. Acarició la bala que depositaría en la recámara del fusil, antes de grabarle una imperceptible marca en la punta. Imaginó cómo la colocaría directo al lugar del pecho donde latía aquel corazón y acabaría con ese pulsar capaz de hacer estremecer el vientre que tanto deseó acariciar cuando el viento descubría las piernas de la muchacha con las manos ocupadas en repartir el rancho que devoraba la tropa.

La deseaba en cada sueño interrumpido por la odiada presencia. Oteaba, como un animal en celo, el olor de aquella mujer impregnado en el aire nocturno, esperanzado por el verla llegar y escurrirse, como una sombra, bajo la gruesa tela de su uniforme, despojada de aquel vestido de domingos lleno de flores y mariposas, dispuesta a entregarse, embriagada en el susurro de sus labios temblorosos…hasta que supo la verdad; sintió el sabor amargo del rencor oscurecer sus pensamientos y guardó cada palabra confiada, mientras fraguaba, en sentido contrario, un resquicio para la traición.

De pie sus ojos volvieron despacio desde sus botas, hasta el lugar donde el viento agitaba un domingo lleno de flores y mariposas, detenidas en la descarga, el olor de la pólvora, humectadas por el rojo que brotó de la carne, acentuada en el hermoso pecho. La tarde lloviznó silenciosa y sin sombras. Él, su mejor amigo, le había confiado el secreto de su definitiva ausencia en una breve nota. Ella le había escrito, desde su mirada compasiva y tierna, su perpetua sentencia.

Nota: Mientras escribía de un golpe este breve relato, una nota de fragancia pernoctó en derredor.

24 de enero de 2010

Ver además:

Lecturas de domingo: Caín, y(o), Abel. Caín, Abel y(o)…