Imagínense un violinista negro en el siglo XIX, cuando aún la esclavitud campeaba en el mundo. Un virtuoso del arco y las cuerdas que fue llamado "el Paganini Negro", "El Rey de las Octavas" y actúo para los reyes de Europa en los mejores escenarios. Ese fue Claudio José Brindis de Salas.
Nacido en la ciudad maravilla de La Habana, el 4 de agosto de 1853, y ya en 1863 debutaba frente al público habanero en el Liceo de esta capital. Para medir esta función, digamos solamente que se presentó con otro grande de la música cubana: Ignacio Cervantes. Ya con 11 años realizaba giras por todas las ciudades del Occidente del país, Matanzas, Cárdenas, Cienfuegos y hasta Santa Clara quedaban rendidas a sus pies.

En 1869 viajó a México y comenzó su travesía internacional que lo convertiría en uno de los violinistas más destacados y reconocidos de su época. Ahí donde tocaba quedaba encantado el público. De México fue a Paris, una de las mecas del arte. En 1870 se presentó en el concurso del Conservatorio de París, y al año siguiente ganó el primer lugar, verdadera proeza para un negro del Nuevo Continente.
Pero su arte no se quedaría sólo en la Ciudad Luz, Florencia, Turín y hasta en la famosa Scala de Milán se presentó este virtuoso, asombrando a críticos y melómanos. Incluso fue presentado como muestra de algo que hoy es una obviedad: que todos, independientemente de su color de piel, tienen igual talento y capacidad. Peregrinó entre América y Europa, donde fue el primer cubano en presentarse en la ciudad rusa de San Petersburgo.
Las crónicas recogen la admiración del público, mientras era llenado de honores a su paso. Su hoja de reconocimientos es toda brillante: Cruz de Carlos III del rey de España, Orden del Cristo del rey de Portugal y Caballero de la Legión de Honor por la República Francesa. Pero fue en Alemania donde recibió más reconocimiento. Ahí, dicen, se casó con una dama de la nobleza en una ceremonia a la que fue el mismísimo emperador Guillermo II, que ya lo habría nombrado Barón de Salas y violinista de la corte.
Pero su estrella, esa con la que había nacido, lo empieza a abandonar. Siguiendo el mito del artista disoluto, derrocha su fortuna y su talento, es abandonado por los que un día lo ovacionaron y sigue empeñado en hacer lo mismo. El nombre que una vez fue el que más brillaba en las marquesinas, se va olvidando a la par que su cuerpo consumido por la tuberculosis. En Argentina, un lugar que conquistó, regresa con nada, solo su Stradivarius, el mismo con que rindió a Europa y ahora tiene que vender por 10 pesos, antes de morir olvidado un 1ro de junio de 1911.
En 1930 fueron sus restos repatriados y sepultados en el panteón de la Solidaridad Musical de La Habana.
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