La goma delantera de la bicicleta chocó con la defensa de un gran camión de volteo. Caí al pavimento. El chofer dijo: “¡Niña, te estaba esperando!; venías por la senda contraria…” Aún recuerdo la camisa de cuadritos negros y amarillos de aquel chofer de tez oscura como la noche y una sonrisa de sol.

Tenía 12 años, era la mayor de tres hermanos intranquilos. El menor líder de cuanta bronca callejera existiera, siempre acudía en defensa del más débil.

El del medio, socarrón, no se quedaba atrás. Éramos el susto de la casa. Mamá castigaba y dejaba las quejas mayores para cuando papá regresara, era jefe de agronomía de varios centrales azucareros y siempre estaba de recorrido; por tanto, los fines de semana nos disfrutaba y sabíamos del “adiós a los castigos”. Sin embargo, su forma de imponer la disciplina era otra, traía libros adecuados para nuestra edad, hablaba de los centrales, de las variedades de caña. El azúcar también era nuestra vida.

Incluso, en una ocasión, muchos años después (siendo una joven) supe de la referencia del Che a los conocimientos y experiencia de mi padre como un ejemplo de maestría sobre el trabajo de la primera industria cubana. Tan así que cuando se “ancló” en un ingenio, mamá dijo: “El central de Carbó”.

Recortaba escritos de publicaciones de los diarios que consideraba nosotros debíamos leer, nunca impuso su criterio, sabía guiarnos. Mamá, aunque más severa a veces, se hacía de la vista gorda ante nuestras maldades callejeras y sonreía. El otro hombre de la familia, el abuelo materno, sin propagarlo, dejó huellas: leía cuanto papel impreso encontrara y luego, al mediodía, hacía sus conclusiones del juego de pelota o temas relacionados con la política. Fue él quien primero me habló del conflicto israelí palestino. Estos últimos, sus temas preferidos.

Claro, Braudilio Vinent era (su) el mejor pelotero del mundo. Este domingo evoco a dos hombres de diferentes épocas con los mismos niños de frente, cada uno con su forma de educar. Papá iba a las reuniones de la escuela porque mamá había pronosticado, en tono reservado, “¡…que la maestra no me mande a buscar!”.

Éramos ejemplares ante tamaña advertencia. Reitero, dos hombres de diferentes escuelas de la vida, frente a tres niños a quienes los unía el amor convergente del padre y el abuelo. Recuerdos difíciles de olvidar.

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