Foto: Tomada de Cubadebate

Dedos acusadores. Por millones. Índices que, muertos ya los protagonistas directos, apuntan hacia los artífices intelectuales: la CIA y el gobierno norteamericano. Dedos de cubanos, venezolanos, barbadenses…, del planeta todo. Dedos luctuosos, de madres, esposas, hijos, amigos, compatriotas; dedos que, 45 años después, todavía claman por la justicia que no llegó, pese al cúmulo de evidencias, la desfachatada, cínica e insultante confesión de los ejecutantes directos, y la magnitud y crueldad del crimen perpetrado.

Para entonces ya nos habían dinamitado barcos y hundido embarcaciones; quemado tiendas y cañaverales; saboteado todo tipo de instalaciones (incluso círculos infantiles), asesinado alfabetizadores, milicianos y hasta diplomáticos, estos últimos en el ejercicio de sus funciones… pero, por ilegal y cruel que todo ello resulta, nada comparable a la voladura de un avión civil, en pleno vuelo, con 73 pasajeros a bordo: Además de 11 becarios guyaneses y cinco funcionarios culturales coreanos, de regreso a la Isla, también viajaban 57 cubanos, entre quienes se contaban los integrantes de los equipos juveniles de esgrima, masculino y femenino, ganadores de todas las medallas de oro disputadas en un campeonato centroamericano de la disciplina, celebrado en Venezuela.

El estruendoso y aterrador suceso ocurrió el 6 de octubre de 1976, frete a las costas de Barbados, ante la mirada incrédula y horrorizada de los bañistas. Nadie sobrevivió para contarlo. Y lo más triste es que, hasta donde se sabe, entre el antes y el después, totalizan, al menos, otros 13 planes dirigidos a hacer estallar aviones civiles cubanos.

Luis Posada Carriles y Orlando Bosch ni Hernán Ricardo y Freddy Lugo –solo mencionar los nombres de tales contrarrevolucionarios cubanos al servicio de la CIA, resulta repugnante-, no sintieron remordimiento, aquellos, y tampoco les tembló la mano a estos, cuando de concebir y proyectar, unos y ejecutar, los otros, el acto genocida que acabaría con la vida de 57 inocentes compatriotas, casi niños, en su mayoría, con la colocación de dos potentes bombas, que hicieran estallar en pedazos la aeronave CU-455 de Cubana de Aviación, cuando ya volaba desde Kingston hacia La Habana.

Ellos, como también otros de sus compatriotas, igualmente asesinos opuestos a la Revolución, respondían a los intereses y órdenes de la Casa Blanca y la CIA, que los había entrenado para sus prácticas terroristas contra los gobiernos y movimientos populares e izquierdistas del continente, esencialmente Cuba.

Los pusieron al servicio del Plan Cóndor, pacto establecido a inicios de la década del 70, entre las inteligencias de los ejércitos de los países del cono sur en América Latina, sanguinaria máquina de represión puesta en función de sus propósitos, con la cual Washington mataba varios pájaros de un tiro: eludía responsabilidades al sacarles fuera de su territorio, los utilizaba como piezas claves en sus propósitos desestabilizadores, y aparentemente agradecía y pagaba, con lo que en realidad era su interés fundamental: apoyo para golpear Cuba.

Después del mismo atentado en sí mismo, lo más escandaloso, intolerable y vergonzoso, resulta los pormenores de la absolución de los asesinos confesos, quienes nunca dejaron de jactarse de tan vil y vergonzoso atentado, al punto que, durante el encierro en la cárcel de San Carlos (Venezuela), a la espera del juicio, Hernán Ricardo –sin sentir pena alguna, dolor ni remordimiento- gritó indignando frente a los soldados y oficiales: “Sí, pusimos la bomba ¿y qué?”.

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