Camino La Habana Vieja, principalmente el final de la Avenida del Puerto y detengo el paso ante las locomotoras antiguas, de vapor, que aún conservan los nombres de los centrales a los que pertenecieron y me pregunto cuántas personas se detienen a mirarlas, a recorrer aunque sea mentalmente parte de nuestro patrimonio agrícola cañero, o mejor dicho, azucarero.
Fui una niña del campo. Hija de un especialista en caña de azúcar, responsable del cultivo en un lugar llamado Cañada Seca, cuyos cañaverales pertenecían a la United Fruit Company, en el norte de la antigua provincia de Oriente. Máquinas de vapor, eléctricas las más modernas, pesas, carros de carga eran el entorno común. En casa todos sabíamos cuando echaría a andar el central Preston porque en la sala se colocaban las muestras etiquetadas de las diferentes variedades, Cristalina, POJ28-78 o Media luna, que luego irían al laboratorio para determinar el pol (azúcar) y así conocer por cuál campo comenzarían los cortes de caña. Papá trabajaba y conversaba con nosotros, tanto, que seguimos la marcha del azúcar aunque ninguno de sus hijos estudió absolutamente nada de caña, ni ingenios como le gustaba decir.
Aún mi hermano conserva y repasa el Manual azucarero cubano, editado en 1971, donde está registrado cada central con su dominio, una joya en la cual aparece mi padre con su investigación cañera en el Loynaz Echavarría donde se jubiló, y al que mamá, cuando anuncian la zafra, dice “ya muele el central de su papá”, y todos reímos.
Observo esas locomotoras antiguas, frente a los almacenes San José y doy las gracias a quienes conservan esas máquinas que hablan de un pasado. Si pudieran echar a andar sería un espectáculo inolvidable con su chachacha y pitazo mientras ruedan por los rieles, cuya marcha minuto a minuto se hacía más rápida y sólo quienes vivimos de cerca ese mundo de corte y traslado de la caña sabemos con los ojos cerrados, por el sonido, si el tren viene con los carros vacíos o va lleno para el central.
Tal vez usted piense en el único central que tuvo hasta hace algunos años la ciudad, el Martínez Prieto de Marianao. Pero Amistad con los pueblos, el Hershey, Héctor Molina, sólo por citar algunos también, fueron habaneros. Repasemos la historia de esa Habana que era más allá de la capital actual, cuyo territorio en 1760 disponía de 90 ingenios con una producción de casi cuatro mil toneladas, cifra irrisoria para lo que sería luego el azúcar en Cuba.
La Habana conserva debido al azúcar mansiones patrimoniales; sólo les cito una, la sede del Ministerio de Cultura en calle 4 y 11, en el Vedado, que perteneció al mayor magnate azucarero, Julio Lobos. Fui una niña del campo y nunca imaginé que en La Habana antigua encontraría parte de mi pasado. Frente a los almacenes San José siento olor a guarapo, el movimiento de las hojas de caña, pongo en los rieles las chapas de botellas para luego hacerles dos agujeritos, insertarles un hilo y jugar a ver quién es más ágil cortando cordeles.
Recuerdo los barracones de haitianos y jamaiquinos, a los macheteros cubanos que tenían en el corte el pobre sustento de los tres meses que duraba una zafra. Coloco el oído en un riel y sé si viene el tren.