"Un maestro no solo enseña, sino que deja una huella imborrable en cada alma que toca, convirtiéndose en parte de la vida de sus alumnos para siempre."
Con la emoción a flor de piel y el alma llena de recuerdos, recientemente me trasladé al pequeño poblado de San Francisco de Paula, en el municipio capitalino de San Miguel del Padrón, para reencontrarme con una de las personas más queridas y respetadas de mi niñez: mi maestra de preescolar, Blanca Díaz Hernández, conocida cariñosamente por todos como “Blanquita”. Tras más de 50 años sin verla, fue un momento que quedará grabado en mi memoria para siempre.
Cuando llegué a su casa, una sencilla vivienda que refleja la calidez de su alma, me recibió con los brazos abiertos. A pesar de los años, su sonrisa seguía siendo la misma, la que tantos de sus alumnos recordamos con cariño. Tras un abrazo cargado de nostalgia, Blanquita, entre lágrimas de emoción, comenzó a relatar su historia, una historia marcada por la dedicación y el amor a la enseñanza.
"Mi sueño comenzó a los 16 años"
En 1971, con apenas 16 años, Blanquita respondió al llamado del Comandante Fidel Castro y se unió al programa de maestros emergentes, una iniciativa revolucionaria que pretendía llevar la educación a todos los rincones del país. Fue en la escuela "Alfredo Gómez", los antiguos Escolapios de Guanabacoa, donde comenzó su viaje como educadora.
“Esa fue una experiencia inolvidable. En mi graduación estuvo presente José Ramón Fernández, el Ministro de Educación en ese entonces. Fue un día muy especial, el día en que mi sueño se convirtió en realidad: ya era maestra”, recuerda Blanquita, con una mirada que brilla de emoción. “Para una niña de familia humilde como yo, ser maestra significaba mucho más que un empleo; era una oportunidad para cambiar vidas, incluyéndome a mí misma”.
El primer grupo: un amor que nunca se olvida
Su primer destino como educadora fue la escuela primaria Antonio Pérez Martínez, donde impartió clases en un aula de preescolar con 52 niños. A pesar de la enorme cantidad de estudiantes, Blanquita encontró en ellos una fuente interminable de motivación y amor por la enseñanza. “Fue un desafío, pero también una bendición. Ver sus caritas, sus sonrisas, me daba fuerzas para seguir, día tras día, enseñándoles con todo el amor que pude”.
Blanquita pasó los años siguientes enseñando en diversos grados y escuelas, pero su corazón siempre se quedó con sus primeros alumnos. A través de los años, recibió varios reconocimientos por su labor, pero el que más guarda celosamente es el amor y la gratitud de esos niños que, ahora adultos, nunca la han olvidado. “Mis primeros alumnos, esos pequeños que hoy son grandes, siguen siendo parte de mi vida. Me llaman, me buscan,me envían saludos, e incluso algunos se presentan como médicos o periodistas, y me dicen: ‘Gracias, maestra, por todo lo que nos enseñó’”.
Blanquita no puede evitar sonreír con una mezcla de orgullo y emoción cuando recuerda esos momentos. “ Imaginate cuando vas al médico y el cardiólogo es uno de tus alumnos. Eso no tiene precio”, dice con una lágrima en el ojo. "Y cuando leo un artículo en la prensa y veo que lo escribió una de mis exalumnas, mi corazón se llena de alegría. Esos son los verdaderos premios".
La enseñanza, una pasión que nunca muere
Aunque Blanquita se jubiló hace años, su amor por la educación no ha disminuido ni un ápice. En 2011, ya fuera del sistema educativo, decidió inscribirse en un curso de parchería (pintura trabajada con tela) en la Casa de la Cultura de Plaza. A pesar de que su salud ya no es la misma, sigue sintiendo una necesidad constante de enseñar. “A veces, me vienen ideas de proyectos y me digo: ‘¡Esto podría ser una nueva clase!’", cuenta Blanquita, con una chispa en los ojos. “Nunca dejo de pensar en enseñar. Siempre que puedo, hago algo para compartir lo que sé”.
Es claro que para Blanquita, ser maestra no fue solo una carrera, sino una vocación de vida. “La enseñanza es mi vida, y seguiré enseñando mientras pueda, en cualquier forma, a cualquier persona que quiera aprender. Lo que he vivido en este camino es lo que quiero compartir”, dice con una determinación que no ha perdido a lo largo de los años.
El legado de Blanquita
Hoy, con más de 30 años dedicados a la enseñanza, Blanquita es un ejemplo vivo de lo que significa ser un verdadero educador. Su legado no está solo en los diplomas o menciones que recibió a lo largo de su carrera, sino en los corazones de muchos alumnos que crecieron bajo su mirada atenta, su paciencia infinita y su amor por la educación.
“Lo más hermoso de ser maestra no son los los reconocimientos. Lo más hermoso es ver cómo tus alumnos crecen, cómo hacen el bien, cómo se superan. Cuando uno siembra con amor, los frutos siempre llegan”, reflexiona Blanquita, mientras su rostro se ilumina con una sonrisa llena de satisfacción.
Un tributo a todos los educadores
La historia de Blanquita es solo una de tantas que se multiplican por todo el país. Su dedicación, su amor por la enseñanza y su capacidad para dejar huellas imborrables en la vida de sus alumnos representan a cada educador cubano, a cada maestro y maestra que, como ella, ha entregado su vida al magisterio.
Cada aula en Cuba alberga historias similares, cargadas de sacrificio, amor y esperanza por un futuro mejor.
Hoy, al reconocer la trayectoria de Blanquita, también rendimos homenaje a todos los educadores del país, cuyas vidas están entrelazadas con las de las generaciones que han formado. Su labor, a veces invisible, pero siempre esencial, es la base sobre la que se construye el porvenir de un pueblo.
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