El ascensor se llena de miradas que se cruzan y se entienden sin palabras. Más bien quien habla es la alegría de volver a verse. Eso significa que todos ganaron una de las tantas batallas.

Arriba, en la sala de quimioterapia, un equipo de enfermeras y técnicos los espera. No hay estruendos, solo las risas de quienes han hecho una familia y se cuenta los avances de la telenovela brasileña. También, el valor sereno de quienes, con el brazo extendido y el corazón firme, han pernoctado en una sala para recibir el tratamiento que busca arrinconar al innombrable.

Madres que van solas; hijos que no saben el significado de esa palabra; mujeres llorando porque no tienen quién las acompañe o en el interín no las estén apurando como si de una ronda de cervezas con ¨picaderas¨ se tratase.

La doctora Eva (al centro) junto a una de sus pacientes y un grupo de activistas del Proyecto Alas por la Vida, quienes realizaron un donativo de pelucas y prótesis de mamas externas a “las muchachitas de Eva”. Foto: Ramsés Valdés Hatman

En esa sala, no solo se busca la vida y la esperanza, sino es un espacio de reflexión, donde aprendes a apreciar cada minuto o ser humano cercano que te ha dado la vida.

Para las valientes muchachitas de Eva, el acto cotidiano de acariciar su cabellera se ha convertido en un recuerdo lejano, un hábito extrañamente ausente en sus días. Muchas han visto cómo el espejo les devuelve un rostro nuevo, coronado por una suave pelusa o por la serena belleza de su cuero cabelludo al descubierto. Tanto tiempo ha pasado ya, que los detalles más íntimos -ese tono preciso al darle el sol, la textura rebelde de un rizo o la sensación de deslizar los dedos entre mechones- han difuminado en la memoria, como un paisaje querido, pero que hoy prefieren contemplar desde la distancia, con una entereza que roza la sublime mejoría.

Desde la academia, a veces nos enseñan que el periodismo debe ser un espejo frío, distante, donde no reflejemos nuestras batallas internas o familiares. Que la objetividad se mancha con lo personal. Pero hay historias, como las que se tejen en esas salas, que exigen ser reflejadas y relatadas con la tinta de la experiencia humana. Porque detrás de cada diagnóstico de cáncer de mama hay una vida que se fractura y se reconstruye en el mismo instante. Hay miedo, sí, pero también una fortaleza que desarma a quien en algún momento solo pensó en que iba a abandonar este mundo.

La doctora junto a una de sus pacientes, quien continuara el tratamiento a petición de Eva, luego que otros médicos dieron su caso por perdido. Foto: Ramsés Valdés Hatman

Hoy, 19 de octubre, el mundo se viste de rosa para conmemorar el Día Mundial de la Lucha contra el Cáncer de Mama. Los lazos, las campañas y los mensajes de prevención inundan las redes y quizás los medios. Es una fecha crucial, sin duda, para recordarnos que la detección temprana salva vidas. Pero más allá del simbolismo, la Hacer periodismo es, también, tener el privilegio de contar estas pequeñas grandes hazañas.

Es bajar la cámara y mirar a los ojos. Es escuchar no solo lo que se dice, sino lo que se calla. Hoy, mientras el mundo habla de estadísticas y prevención, en el cuarto piso del Clínico, la lección más profunda la dan ellos: los que, con el cuerpo cansado pero el espíritu entero, nos enseñan que la vida, con todo y sus batallas, es el único relato que verdaderamente importa.

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