Normalmente cuando escribo, las ideas fluyen una tras otra y mis dedos no alcanzan a la velocidad con que los recuerdos me invaden la mente. Sin embargo, cuando se trata de mi paso por el centro de aislamiento UCI-MINSAP todo se vuelve un poco más complejo. Por suerte, escribo de forma digital y no en papel pues de lo contrario terminaría empapado al rememorar los momentos más emotivos que viví allí dentro.

La Universidad de las Ciencias Informáticas (UCI) se convirtió en un centro de aislamiento casi al instante de haberse declarado la pandemia en marzo de 2020, pero esa ciudad universitaria guarda mucho más que estudiantes vestidos de pijamas verdes y médicos de batas blancas.

Ser voluntaria para combatir la epidemia provocada por el SARS-CoV-2 no formaba parte de mis planes en esta cuarentena. Cuando me preguntan acerca del tema comento que mi instinto de periodista me jugó una pasada pues fue la curiosidad lo que me impulsó a dar el paso al frente. Tenía amistades que habían estado «en la caliente» como se dice en el argot popular y no paraban de hacer anécdotas de lo allí vivido, por eso decidí conocer por mí misma el interior de uno de estos centros.

Cada amanecer anunciaba la llegada de nuevos pacientes y la despedida de otros, mientras que los voluntarios los acompañaban en cada uno de los procesos. No existía mejor momento del día que el instante donde cualquier paciente regalaba una sonrisa y agradecía la ayuda brindada; el “gracias muchacha, por esta labor tan noble” era el premio esperado por cada uno de nosotros.

Más allá de las alegrías momentáneas estaban los momentos de tensión y sufrimiento. No fue solo en una ocasión donde me encontré consolando a una madre, hermana, hija o esposa a causa de un familiar grave. Las extensivas guardias en la sala de terapia intensiva del hospital del centro, fueron las que verdaderamente marcaron mi paso por esa institución.

La incertidumbre por el futuro del paciente, la desesperación al no encontrar consuelo posible para el familiar, así como la impotencia por estar atada de manos y solo poder recurrir a la espera, fueron los sentimientos que me acogían en esas frías madrugadas. Yo era una simple asistente de alimentos (pantry). ¿Qué más podía hacer?

Recuerdo un caso especial que llegó a terapia en la madrugada de un miércoles, fue poco después de la celebración del día de los padres. Yo estaba en el pantry, de pronto escucho a uno de los médicos que pasaban por el pasillo y grita “la paciente entró en paro”. Enseguida me levanté, me puse la escafandra y entré a la sala para saber qué estaba sucediendo.

Cuando le pregunto a uno de los enfermeros me cuenta que la paciente, de 28 años, había estado varios días sin comer, presentaba síntomas de deshidratación, y para complejidad del caso era diabética. Salgo hacia admisión para saber si tenía algún familiar acompañándola y me dicen que estaba con su mamá que tenía 50 años, también positiva a la COVID-19, y se encontraba en una de las salas sin ningún riesgo para su vida.

Subí a la sala y cuando fui a preguntar por la señora, me detuve en medio de la entrada: No hizo falta que me dijeran quien era, pues cuando vi a esa señora de rodillas y con un rosario en la mano supe que era la madre. Me acerqué a ella y le cuento que los doctores lograron estabilizar a su hija y le estaban suministrando varios sueros, la mirada de la señora cambió por completo y su reacción fue abrazarme fuertemente.

Automáticamente se dio cuenta de que me estaba poniendo en riesgo y se separó de mi, me pidió mil disculpas por el descuido y se echó a llorar sosteniendo mis manos. "Mi hija tiene gemelas", me cuenta. "Tienen tres años y su papá está fuera del país. Yo me estoy poniendo vieja y esas niñas necesitan a su madre. Si mi hija se muere yo me muero con ella y la poca fuerza que me quede se la dedicaré por entero a mis nietas".

Ver la tristeza que estaba viviendo la señora me conmovió me tal forma que comencé a llorar junto a ella. Quería poder darle la seguridad de que su hija mejoraría y se irían juntas a casa, pero no podía prometerle algo que no dependía de mí, y que ni siquiera contaba con los conocimientos médicos para darle un diagnóstico completo.

Solo le dije: ¿Usted cree en Dios?, a lo que ella afirmó moviendo la cabeza. Entonces rece por la salud de su hija y tenga la completa seguridad de que yo le contaré a cada instante, los avances o retrocesos que tenga. Yo no soy médico, le cuento, pero su hija es joven y fuerte. Además tiene motivos para vencer en esta lucha. Mejorará, estoy segura.

Los días fueron pasando y la muchacha mejoró hasta que se marchó a su casa junto a su madre. Cuando estaba a punto de subirse al transporte que las llevaría veo que se voltean ambas y solo me gesticulan con los labios “Gracias”. Han pasado algunos meses de ese acontecimiento y aún esa señora me llama y me escribe preguntándome cómo estoy y agradeciendo la esperanza que le di aquella madrugada.

Cosas como estas son las que me convencieron de la importancia que tiene la labor que hemos desempeñado indistintamente la juventud en esta pandemia. No solo hemos sido fumigadores, auxiliares de limpieza, estadísticos, pantrys; sino que nos hemos convertido en el hombro de lágrimas de muchas personas desconsoladas. Y saber, que el solo estar ahí sirve de consuelo para muchos te enaltece el alma.

Mi paso por la UCI cambió mi forma de ver la vida. Me demostró cuán útil puedo ser a mi sociedad y a mi país. Esta epidemia aún no termina y sigo colaborando fuera del centro de otras formas, pero que no quepa la menor duda de que si recibo otro llamado sanitario, acudiré donde se me necesite y formaré parte del ejército que lucha por la vida.

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