Los investigadores de la historia de los Estados Unidos y América Latina, así como estudiantes, especialistas e interesados en el tema no pueden dejar de soslayar las décadas de intervenciones militares e injerencias en otros países protagonizadas por la Casa Blanca durante el siglo XX, a la cual pretende dar continuidad, a pesar del rechazo que ello representa, en esta era de civilización moderna.

La tradicional actitud arrogante de Norteamérica encarna al águila imperial o al Goliat que no se resigna a aceptar la soberanía, autodeterminación e independencia de los pueblos desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Esa maniobra de intromisión en los asuntos internos de otras naciones es un modus operandi de las administraciones norteamericanas que tratan de imponer sus designios con chantajes, sanciones, bloqueos, subversión y agresiones, y el actual dignatario Donald Trump basa su política exterior en el servilismo de otros gobiernos.

De igual manera Trump propone revivir muertos profundamente enterrados como la “Doctrina Monroe”, esa que imponía la supremacía de los Estados Unidos en el continente, considerando a todos los países de la región como su traspatio. No solo son vestigios de la otrora barbarie colonialista, sino que además proyecta la esencia racista y clasista de un Presidente cegado por la arrogancia y sus necios asesores, lo cual no le permite ver con claridad que son otros tiempos los que predominan en la América de Bolívar y Martí.

Vergonzoso resulta que un país tan grande e industrializado como Estados Unidos asedie sistemáticamente economías en desarrollo como Cuba, Venezuela, Nicaragua, y otras por el mero hecho de no simpatizar con los propósitos del imperio el cual quiere sustentar con sus políticas neoliberales y segregacionistas el aumento de la brecha entre pobres y ricos. De esta manera convierte a millones de habitantes de estas ancestrales tierras en víctimas del despojo y la usurpación de sus riquezas naturales, lo que significa además, acrecentar la pobreza extrema y desestabilizar política, social y económicamente a los pueblos.

América Latina es la zona más desigual del planeta y mientras prevalezcan gobiernos satélites de la Casa Blanca los cuales no prioricen las necesidades socio-económicas básicas de sus ciudadanos, no se podrá lograr la unidad e integración capaz de vencer los flagelos del hambre, el analfabetismo, la carencia de servicios de Salud, Educación y Cultura, muy precarios en naciones del Sur.

El acercamiento de Washington a estas latitudes no responde a ayuda ni a real colaboración, sino a la necesidad de apropiación de recursos y condición geopolítica que precisa ante la debacle económica que ya se avizora en esa nación del Primer Mundo. Utiliza a Colombia con disímiles pretextos como punta de lanza contra la vecina Venezuela, y puede embaucar a ese pueblo, en un conflicto beligerante de extrema gravedad.

Actualmente la pandemia de COVID-19 ha dejado al descubierto la fragilidad de los sistemas sanitarios y de las prestaciones elementales a la población en buena parte de esta región. La crisis desatada en Ecuador, Colombia, Chile, Brasil, Perú y otros territorios hermanos de la Patria Grande, así lo confirman.

Pero también el mortal virus demostró la incapacidad del gobierno de EE.UU para frenarlo, así como para minimizar las muertes y los contagios. Al mismo tiempo se viene exacerbando la inestabilidad interna con manifestaciones antirracistas en varios estados y en contra del manejo por parte de Trump de la pandemia que ha cobrado más de un millón de enfermos, y miles de fallecidos.

Es hora de aunar voluntades y apostar por la paz, colaboración, solidaridad, con estricto respeto a la soberanía de otros países. Basta de medidas coercitivas y de amenazas como las que fomenta el gabinete del magnate norteamericano, lo que precisan los pueblos es alcanzar mayor progreso para todos en el hemisferio, y fortalecer el las economías que en estos momentos atraviesan gravísimas dificultades, hoy acentuadas por la COVID-19.