Busqué entre mis libros y encontré Hablar de Gramsci, editado por la Cátedra de Estudios Antonio Gramsci, del Centro de Cultura y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, leí: “Al pensar en Gramsci, se me impone ante todo esa dignidad profunda, y viene a mi mente una idea de Fitchte que repetía un viejo profesor. Decía aquel, poco más o menos, que si en un solo hombre el pensamiento y la acción se funden en un todo único, en ese hombre, y solo en él, la Filosofía ha cumplido su misión. No es necesario demostrar, en este sentido, que la Filosofía cumplió su misión en Gramsci, cuya vida representa todo un paradigma ético.

“Se piensa como se vive”, expresa la conocida máxima, y no le falta razón. Pero no menos cierta es la aseveración contraria: “Se vive como se piensa”; no como se dice pensar, sino como realmente se piensa. En sentido riguroso, el pensamiento es el modo de acción del ser humano, la serie de sus actos. “Por sus frutos los conoceréis” –dice la máxima bíblica.

El pensamiento de Gramsci es la serie de sus actos, su obra toda, en primer lugar, su obra como revolucionario, la obra de un comunista que encarna la idea que él preconiza del intelectual orgánico, aquel que late con el corazón de su clase y de su pueblo; distante, como una galaxia de otra, del intelectual institucionalizado o de academia.

Después de leer la presentación del libro, escrita por Rubén Zardoya Loureda, había pasado, al menos una hora. No podía borrar el desvelo y decidí buscar la causa del insomnio entre las páginas del volumen Poesía de Dulce María Loynaz, de la edición centenario (1902-2002), de la Biblioteca de Literatura Cubana, y más que un antídoto contra el desvelo, encontré un asidero para compartir la invitación a sumergirnos en sus páginas.