Pese a su efímero paso por la vida es reconocido como Héroe Nacional, por unanimidad. Había nacido el 28 de enero de 1853. Al morir, apenas acababa de cumplir 42 años y ya para entonces se había convertido en el más universal de los cubanos.
Solo quien fuera dueño de los méritos que acumula José Martí Pérez, puede hacerse acreedor a merecimientos tan tamaños, en un pueblo paridor de gigantes, por antonomasia.
Pareciera que Martí no perdió ni un solo segundo de su aciclonada existencia: poeta, periodista, traductor, ensayista, intelectual versátil; pero sobre todo patriota y revolucionario radical, de temprana vocación.
En una y otra cosa fue brillante, particularmente, en los desvelos por construir, para sus compatriotas y los pobres de la tierra toda, caminos ciertos, anteponiéndolos a aquellos menesteres de pluma y profesión, que dado su descomunal talento, habrían de proporcionarle de inmediato posición, mérito y riquezas.

Solo a él le era dado: conjuró los errores de 1868; zanjó las viejas heridas y deshizo resquemores, levantó la fe y los ánimos; puso a coexistir en armonía a los viejos pinos y los nuevos. Fundió en un abrazo a los curtidos héroes y noveles combatientes, en torno a un partido, revolucionario y único; oportuno, original, trascendente, mérito indiscutible de quien fuera artífice cimero de la gesta de 1895, a la cual, genialmente bautizara, como la “guerra necesaria”.
Cubanísimo y universal, Martí pensó con entraña y calor de humanidad. Decía bien Carlos Rafael Rodríguez que “… no hay en esta América Latina –que él denominara ´nuestra´ para anteponerla a la otra América- sitio donde la presencia, el amor y desvelo de Martí no merezcan un recuerdo”.
Libertador sin ira, llamaron con justeza a quien hizo de la lucha emancipadora el sentido de su vida, mas también del amor un sacerdocio, al tiempo que propuso cultivar y cultivó rosas blancas para los amigos, y no dudó en ofrecerlas, incluso, al enemigo cruel que le arrancaba el corazón.
Erudito, ejemplar, profético; “hombre de su tiempo y anticipador del nuestro”, venerado por sus compatriotas y el mundo; tanto mérito, que, desalmados, los apátridas traidores, tan acostumbrados a la calumnia y el ataque, al no encontrar el menor resquicio para minimizarle optan por descontextualizarlo, en vano intento por apoderárselo.
Pero es Martí mismo quien rehúsa:
Para verdades trabajamos y no para sueños. Para liberar a los cubanos y no para acorralarlos.
Hay que impedir que las simpatías de Cuba se tuerzan u esclavicen por ningún interés de grupo, o la autoridad desmedida de una agrupación militar o civil.
Y nada como esto:
Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber… de impedir a tiempo con la independencia de Cuba, que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.
Qué respeten los renegados y los flojos. Como bien decía Raúl Roa, en el altar de José Martí solo pueden oficiar dignamente los hombres libres y los pechos limpios. Les está vedado hacerlo a quienes solazan con la coyunda o se refocilan con la ignominia.
Si en Cuba hubo luego Mella, Villena, José Antonio Echeverría…; hubo Fidel, Moncada, Revolución y hay Patria plena, fue y es porque –de la mano del propio Héroe Nacional- los jóvenes de la generación de su centenario le levantaron del sepulcro, donde pretendían enterrarle los desgobiernos de la seudorepública.
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