Utilizar la pluma como arma es un arte, con fineza se deben ir hilvanando frases para constituir ideas que deberán mover las mentes y los corazones. Usar la palabra como munición es algo que los periodistas intentan dominar, aunque no todos lo logren. Y ya usar las armas reales, de fuego y con filo, para defender lo escrito, es quizás el escalón supremo de esa profesión. Y en ese puesto, entre los más encumbrados se encuentra Juan Gualberto Gómez.
Nacido el 12 de julio de 1854, en un ingenio matancero, era el hijo de dos esclavos de la dotación que habían comprado la libertad de Juan Gualberto antes de nacer. En horas extras lograron reunir los 25 pesos que costaba la libertad, ese era el precio de un hombre. Al conseguir su propia liberación, los padres decidieron trasladarse a La Habana.
Preocupados por su educación, sus progenitores lo inscribieron en modestas escuelas, las únicas que podían permitirse. Su inteligencia hizo que lo enviaran a París a aprender el oficio de artesano de carruajes. En Francia estuvo en contacto con lo más adelantado del pensamiento, que definitivamente lo alejaron de la construcción de carricoches y lo pusieron en la ruta de la independencia.
De vuelta a Cuba fundó el periódico La Fraternidad, que denunciaba la discriminación racial, que él mismo sufría. En esos trajines conoce a José Martí cuando todavía estaba lejos de convertirse en el Apóstol. La amistad que ahí nació resistió la prueba del tiempo y la distancia, esa que se funda en la unión de ideales. Ambos se convirtieron en conspiradores de la Guerra Chiquita. Descubierto, fue deportado a España, logrando que le cambiaran la pena de cárcel por el destierro. En la península ibérica siguió escribiendo, hasta que en 1890 pudo regresar a Cuba.
Aquí retomó sus actividades, pero con otro tono, debía burlar la censura a la vez que difundir sus ideas. Su verbo marcó la prensa de la época.
Sutileza y elegancia se combinaban con un vigor y estilos demoledores, mientras se adentraba en la polémica más ardiente. Sus artículos son muestra de los dilemas que marcaron una época tan convulsa de la nación, convirtiéndose en ejemplo de periodismo, uniendo la defensa de los oprimidos por cuestiones étnicas, con la necesidad de la independencia nacional.
Y aquí vemos la influencia que sin dudas constituyó el ideario martiano, y la propia confianza y sentimiento que tenía Martí para con él, que llegó a calificarlos como su “hermano negro”. Tanto fue así que se convirtió a todos los efectos, en el representante del Partido Revolucionario Cubano. Organizador del alzamiento del 24 de febrero de 1895, otra vez fue hecho prisionero y enviado a España, no pudo regresar hasta 1898.
Y si su pluma brilló contra el colonialismo español, lo hizo más contra el imperialismo norteamericano. Su verbo en denuncia de la Enmienda Platt, apéndice que cercenaba nuestra independencia, fue equiparable al machete liberador. Pocas veces ha fulgurado más un periodista que contra el grillete plattista que perseguía la anexión de Cuba a Estados Unidos y marca la esencia de lo que, actualmente, persiguen con la aplicación y recrudecimiento del bloqueo impuesto a la Isla.
Y no fue la última vez que desde las páginas de los periódicos, Juan Gualberto, atacaba los males de la seudorrepública, lo siguió haciendo a la vez que mantenía vivo el legado de su hermano Martí, el mismo que otros mancillaban. Hasta que el 5 de marzo de 1933, hace hoy 90 años, cerraba los ojos por última vez, pobre, pero no olvidado por su pueblo. Juan Gualberto Gómez es símbolo y ejemplo. En tiempos donde la prensa, hoy más que nunca, está en cuestionamiento, y nuevas ideas sobre ella se pretenden poner en marcha, este hombre humilde, que puso su don al servicio de la Patria, debe ser paradigma.
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