El 11 de septiembre de 1973 se produjo en la República de Chile uno de los Golpes de Estado más oprobiosos del continente americano. Lo acontecido entonces durante el gobierno constitucional de Salvador Allende demostró ante el mundo la doble moral de la Casa Blanca.
Allende había sido elegido, con amplia mayoría de votos, por el bloque de la Unidad Popular (UP), el cual agrupaba a miles de chilenos que apostaban por un sistema más justo y participativo que los anteriores, los cuales habían exacerbado las diferencias, incrementado la extrema pobreza y no ofrecían perspectivas de vida decorosa a la mayoría de la población del país.
Sin embargo, desde el mismo momento del triunfo de la UP, la administración estadounidense inició su cruzada antichilena y potenció la desestabilización y subversión interna como modus operandi contra el gobierno legítimo de Allende hasta lograr la traición de militares como el general Augusto Pinochet, quien con violencia y vulnerando todos los preceptos de la institucionalidad bombardeó el Palacio de la Moneda con el mandatario y sus cercanos colaboradores dentro, acto ignominioso que transgredió las leyes nacionales e internacionales. Y a partir de entonces impuso durante años una dictadura militar que criminalizó los movimientos populares e hizo desaparecer a miles de opositores, fundamentalmente jóvenes, de manera similar a la empleada por las hordas fascistas de Hitler.
Esta fecha que sigue conmoviendo a millones de compatriotas de la Patria Grande no constituye el único deplorable hecho orquestado por la ultra reacción del continente, con la anuencia de Washington. Están los sucesos en Honduras, durante la presidencia de Manuel Zelaya, recientemente en Bolivia con Evo Morales y otrora en varios países del Caribe como la invasión mercenaria por Girón en Cuba, también a Panamá, Granada, y otros territorios del continente víctimas también de la barbarie y que no olvidan a sus muertos, ni tampoco a los invasores y golpistas que hicieron derramar sangre inocente, de patriotas que defendían la integridad de sus países.
No se puede escribir la historia de América Latina ni tampoco la de Estados Unidos sin mencionar las múltiples acciones de quebranto a la democracia e institucionalidad promovidas por Washington durante décadas. No ha existido un Golpe de Estado en el hemisferio en que no haya estado presente de manera sutil o directa la Casa Blanca, y su Agencia Central de Inteligencia (CIA).
Así mismo esos violentos sucesos han contado con el beneplácito de la Organización de Estados Americanos (OEA), (ente diabólico conocido también como Ministerio de Colonias de Norteamérica) que ha validado con mutismo a veces, y otras plegado vergonzosamente al imperio, las intervenciones e injerencias foráneas, así como el menoscabo a la autodeterminación de los pueblos que no comparten los procesos políticos y socio-económicos que potencian el salvaje neoliberalismo, o son contrarios en formas de pensar, a su patrocinador, el gobierno de EE.UU.
Actualmente las estrategias desestabilizadoras y subversivas aplicadas contra Cuba, Venezuela y Nicaragua, no distan mucho de las otrora empleadas, solo cambian algunas maniobras. Incrementan sus presupuestos para fabricar disidentes oportunistas en otras naciones, sin importarles cómo le roban el dinero a los contribuyentes norteamericanos y a su propia administración, y de igual manera recrudecen bloqueos y sanciones, a extremos patológicos.
Solo mentes enfermas de odio, resentimiento y maldad pueden ser capaces de intentar asfixiar a millones de ciudadanos negándoles el acceso a medicinas y alimentos y prohibiéndoles el derecho que tienen los Estados de comerciar libremente sin obstáculos ni restricciones, e impidiéndoles obtener créditos para lograr, justamente, la adquisición de artículos y productos de primera necesidad para sus habitantes.
Algún día la razón y la verdad ser impondrán en la Casa Blanca. El pueblo estadounidense también está cansado de falacias y practicas tergiversadoras de la realidad que imponen los centros de poder mediáticos del imperio, cada vez más desacreditado y mostrando su incapacidad para solventar los graves problemas internos que atraviesa ese país del norte desarrollado.
En EE.UU. crecen las desigualdades clasistas y raciales, también los altos índices de personas fallecidas, no solo por diseminación de violencia y drogas en las ciudades, sino además a causa de la COVID-19, y a ello se suma el vertiginoso desempleo, la falta de oportunidades de millones de ciudadanos a una vivienda digna, a un seguro médico, y a servicios de Salud y Educación decorosos.