En el béisbol cubano, como en la literatura o en el cine, hay personajes que no necesitan gritar para dejar huella. Caminan con paso firme pero callado, enseñan sin grandilocuencias, ganan sin aspavientos. Uno de ellos es Julio Romero Socarrás.

Este año, mientras Industriales se preparaba para la 64 Serie Nacional, la noticia de su regreso como entrenador de pitcheo sacudió la nostalgia, al tener de vuelta a un hombre que sabe lo que es estar en la cima, que ha sido historia y quiere volver a escribirla.

Culta, metódica, implacable, la figura de Julio Romero no se entiende solo desde sus estadísticas como jugador, aunque estas hablen alto: 148 victorias, efectividad de 2.31, más de 1 600 ponches.

Romero lanzaba recetas de 98 millas, sliders letales que rompían con elegancia, y un cambio que caía como un golpe de ajedrez. Pero más allá del repertorio, lanzaba con la cabeza. Como quien resuelve un problema de ingeniería —su otra carrera, junto a la de Cultura Física— en plena lomita.

Esa dualidad entre músculo y mente es quizás lo que lo distingue entre tantos. A Julio lo rodea un aura de erudito del béisbol. Uno que, más que entrenar, forma. Que no busca solo brazos fuertes, sino cerebros atentos. Que insiste en el control del movimiento, en el estudio del bateador, en la respiración antes del lanzamiento.

Para él, lanzar es un arte que empieza en los pies, pasa por la cadera y termina en la conciencia. Su paso por la selección nacional cubana y por equipos internacionales como Italia, Japón o México, le permitió combinar lo mejor de la técnica moderna con la pasión criolla. Siempre con una ética impecable. Siempre con una obsesión: mejorar.

Foto: Boris Luis Cabrera

Industriales no gana un título desde hace más de tres lustros. Un equipo que una vez fue sinónimo de dominio —doce coronas, tres de ellas bajo la conducción de Rey Vicente Anglada con Romero en el cuerpo técnico— ha vivido años de sequía.

Pero su esencia no ha muerto. El Latino aún vibra y la camiseta azul tiene peso. Y es ahí donde el regreso de Julio Romero adquiere sentido: no como una operación nostálgica, sino como una apuesta seria por mantener el nivel de los lanzadores felinos, uno de los pilares del equipo.

Los bates pueden despertar en un instante, pero el pitcheo se cincela con tiempo, con repeticiones, con confianza. Y esa es su especialidad. Recuperar talentos caídos, darles estructura a los jóvenes, enseñarles a leer el juego.

No será fácil. La competencia es feroz, los recursos limitados, y el tiempo, siempre breve. Pero si alguien puede transformar incertidumbre en sistema, es él. Lo ha hecho antes.

En los pasillos del Estadio Latinoamericano su nombre se pronuncia con respeto. Los más viejos lo recuerdan lanzando con los equipos de su natal Pinar del Río, pintando ceros, dibujando strikes como quien firma obras. Los más jóvenes solo han oído hablar de él, pero saben que no cualquiera lanza un partido sin hits ni carreras ni se mantiene doce años en el equipo Cuba sin desgaste.

Ahora, con 75 años, Romero regresa no a buscar protagonismo, sino a ofrecer experiencia. A compartir, como tantas veces ha hecho, ese conocimiento que parece inagotable.

Lo hace sin estridencias, con la misma serenidad con la que enfrentó un día a Barry Bonds o a Mark McGwire y les colgó ponches. Porque sabe que el pitcheo es también un arte de la paciencia, y que el béisbol, como la vida, a veces premia a los que esperan el momento justo para volver. Y ese momento ha llegado.

Julio Romero está de vuelta. Y con él, quizás, la esperanza de que Industriales vuelva a mirar al horizonte con hambre. Porque cuando en un montículo se mezcla la ciencia con el corazón, siempre hay razones para soñar.

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