Para muchos aficionados, parecía que el boxeo, el buque insignia del deporte en Cuba, se iría de París 2024 sin un oro. Tras las derrotas de sus principales figuras, con un solo "sobreviviente" en busca de subir a lo más alto del podio, las cosas no pintaban muy bien.
La posibilidad de sumar una segunda presea dorada a la delegación de la Mayor de las Antillas recaía en los puños del 63.5 kilos Erislandy Álvarez. En ellos estaba la posibilidad de lograrlo. Él se había mostrado inmenso en cada uno de sus combates anteriores, pero ahora tendría enfrente al francés Sofiane Oumiha, ídolo local, un hombre que ostentaba el título de campeón mundial, ganado justamente frente a Erislandy, y que además, ya tenía en sus vitrinas una plata olímpica conquistada en Río de Janeiro.
Pero Erislandy tenía ansias de ganar, de sacarse la espinita que llevaba clavada desde el mundial, de no dejar que el boxeo cubano se fuese de París sin al menos un título. Como en todos sus combates anteriores, salió como un sabueso en busca de su presa y desde el mismo inicio de las acciones no dió ni pidió tregua.
Fueron tres asaltos donde ambos pugilistas buscaron con ansias la victoria. En el Roland-Garros el apoyo del público a su ídolo era inmenso. Erislandy no solo boxeaba contra un hombre, sino contra una afición, que si bien ha demostrado ser culta, no iba a dejar de darle aliento a Oumiha. Era necesario enfocarse en lo que hacía, tirar sin descanso, pero "sin perder la cabeza", siguiendo siempre las indicaciones de su esquina.
Tras el campanazo final llegó el momento del veredicto. En el Estadio solo se sentía la voz del locutor anunciar, por decisión dividida, la victoria del cubano. La alegría invadió a Erislandy, dejó salir todas las emociones contenidas, hizo un salto mortal. Se había desquitado la derrota sufrida en el Campeonato Mundial, esa que le dejó en plata. Ahora, en la Olimpiada, él se hacía con el oro, dándole al buque del deporte cubano una corona más que merecida y esperada.



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