Hace hoy 78 años de la muerte, en Nueva York, de uno de los mejores ajedrecistas de la historia: el cubano José Raúl Capablanca y Graupera, un jugador natural cuya motivación por el juego ciencia comenzó desde su niñez.

Se dice que no tuvo otra escuela para conocer las interioridades de este deporte que la observación, sobre todo cuando veía las partidas de su padre. Cuentan que una vez —con solo 4 años— le corrigió un movimiento indebido. Un año después, José María Capablanca —su progenitor— empezó a llevarlo al Club de Ajedrez. Allí los más sobresalientes jugadores fueron incapaces de vencerlo, a pesar de que el niño José Raúl les daba ventaja de dama.

A los 13, su genialidad ya era evidente y se impuso en el campeonato de Cuba al entonces campeón, Juan Corzo, a quien superó con cuatro éxitos, tres fracasos y seis partidas igualadas. En lo adelante, aun cuando la tecnología hacía mucho más lenta que hoy la difusión de los sucesos, el jugador habanero fue noticia durante mucho tiempo en América y el mundo.

CAMPEÓN MUNDIAL

En 1921, La Habana fue sede Campeonato Mundial de Ajedrez. El campeón defensor, el alemán Enmanuel Lasker, pondría su corona en juego ante Capablanca. Desde el 18 de marzo hasta el 28 de abril ambos trebejistas jugaron 14 partidas, aunque debieron ser 24.

Con cuatro triunfos, diez tablas y ninguna derrota, Capablanca se convirtió en nuevo rey del ajedrez mundial, y lo hizo anticipadamente pues, al decir de los cronistas de la época, el médico de Lasker le recomendó abandonar la pugna cuando todavía restaban 10 partidas, para así evitarle al germano un desgaste innecesario, dada la superioridad del cubano.

LA DERROTA Y LA MENTIRA

En 1927, en Buenos Aires, Argentina, Capablanca perdió su título ante el gran maestro ruso —nacionalizado francés— Alexander Alekhine, en un certamen que se extendió a 75 días.

El exceso de confianza de un Capablanca que había derrotado a su retador las 12 veces en las que se habían enfrentado antes de la cita mundialista, fue la más evidente causa del fracaso.

Alekhine, por su parte, hizo un minucioso estudio de cómo jugaba su genial oponente. Incluso, había analizado los movimientos del antillano desde mucho antes, debido a que siempre lo admiró. Tanto es así, que muchos especialistas a través de la historia coinciden en que el ruso-francés aprendió del cubano mucho de su magistral juego posicional.

Tras subir al trono, el nuevo monarca anunció: “Tendré extraordinario placer en otorgarle a Capablanca, mi caballeroso adversario, que se ha comportado en todo el match en forma que hace honor a su hidalguía, el desquite en el año 1929”. Tales palabras solo enunciaron una falsa promesa. Alekhine siempre evadió la posibilidad de darle la revancha al cubano. Simplemente, mintió.

LA MUERTE

La noche del 7 de marzo de 1942 no fue la excepción: el Gran Maestro cubano —como de costumbre— asistió al Club de Ajedrez de Manhattan, frente al Parque Central de Nueva York. Alrededor de las nueve de la noche observaba una partida entre dos aficionados, comentaba las jugadas… bromeaba.

Poco después, se levantó de repente y dijo: “Ayúdenme a quitarme el abrigo...”, y cayó ante la mirada atónita de los presentes. A pesar de ser llevado con urgencia al prestigioso Hospital Monte Sinaí, a partir de ese instante estuvo en un estado de coma irreversible.

Murió pocas horas después. A las 5:30 de la madrugada del 8 de marzo, debido a una hemorragia cerebral causada por una hipertensión diagnosticada más de una década antes. Tenía 53 años.