El pasado jueves se hizo historia en el Latinoamericano. Indus-triales salió a la grama ante su exigente fanaticada a un duelo de muerte súbita contra los caballos orientales del profesor Carlos Martí. No era un simple partido de béisbol, estaban en juego el honor y el orgullo de un equipo que desde el mismo comienzo de nuestras Series Nacionales se había convertido en estandarte, referencia obligada, y en el más insigne de todos los conjuntos: el más ganador, el que desborda estadios y desata las pasiones más inauditas, el más polémico, el que todos quieren vencer, y el que pone sal a todos los campeonatos. 

Los muchachos lo sabían. No se podía perder ese partido. No podían permitirse bajo ningún concepto que las puertas del mítico estadio cerraran tan temprano, hasta la temporada siguiente. Era casi un sacrilegio, una burla histórica, dejar que una leyenda como Rey Vicente Anglada se retirara en el silencio después de tantas glorias. No se podía dejar que una ciudad presta a cum-plir 500 años de fundada se sumiera en esa tristeza y luciera como una urbe fantasma sin los sonidos únicos de los maderos chocando las pelotas, sin fanfarrias ni sirenas, sin congas y sin acaloradas discusiones beisboleras en las esquinas. 

Foto: Boris Luis Cabrera Acosta

No había manera de asimilarlo, habría sido una irreverencia, un perjurio, casi una herejía caer derrotado, en su propio terreno, después de tantas batallas contra demonios y espíritus burlones a lo largo de todo el campeonato; después de sobreponerse a lesiones y firmar hombradas, de suspensiones y mareas tormentosas. Los muchachos lo sabían, por eso se apoyaron en su vergüenza, sacaron esa estirpe que les ha permitido atesorar 12 trofeos do-rados en sus vitrinas a lo largo del tiempo y arremetieron contra sus adversarios.

Prepararon un ataque despiadado y casi cruel, sacaron su artillería pesada y desataron una soberbia ofensiva que sacó fuera de combate a los Alazanes, para conseguir el último cupo en disputa que les permitió pasar con vida a la segunda parte de nuestro torneo doméstico.
No había otra forma, la victoria tenía que ser contundente, limpia, sin dejar margen a dudas o a interpretaciones banales. Nada personal contra los valerosos y aguerridos caballos del Oriente que el azar puso en la mira de los cañones. Ese era un partido por la supervivencia y no había más opciones en el tintero. Seguimos con vida. Nos vemos en el estadio.