Hace solo unos días —el 3 de julio último— se cumplieron 62 años de la desaparición física de uno de los más encumbrados peloteros que ha dado Cuba: Adolfo Luque, un habanero que junto al boxeador Eligio Sardiñas (Kid Chocolate), al ajedrecista José Raúl Capablanca y al esgrimista Ramón Fonst estuvieron a la vanguardia de muchos otros deportistas que inauguraron la senda de gloria que tanto prestigio y lustre ha dado a esta ciudad irrepetible, próxima a cumplir 500 años.
Desde donde más alto se está en un diamante de béisbol, Luque hizo historia. Allí, desde el montículo, sumó números envidiables, realizó proezas solo alcanzables cuando el talento y el valor se funden en una sola virtud… y se convirtió en uno de esos seres reales que si te atreves a contar solo fragmentos de su rica vida, te deja la excitante sensación de que cuentas una leyenda.
Nació el 4 de agosto de 1890. En su primer equipo amateur, el Vedado, defendió la tercera base, y esa misma almohadilla lo vio lucirse en su paso breve, en 1912, por el Fe, de la liga profesional cubana. Pero su calidad muy pronto se hizo notar y al cumplir los 23 años —en 1913— saltó a las Ligas Menores de los Estados Unidos. En su primera campaña —ya como lanzador— ganó 22 partidos y solo cayó en cinco ocasiones.
Su actuación en esos certámenes y en el béisbol profesional de Cuba fueron sólidos pasos que lo empinaron ante los ojos de especialistas y aficionados de su época.
Por su fuerte carácter y sus cualidades como beisbolista, los periodistas estadounidenses lo bautizaron como “Habana Perfecto”, un sobrenombre que enorgullecía a toda la afición cubana, en especial, a la habanera.
Más allá de las apreciables estadísticas que dejó, valdría la pena que las nuevas generaciones de lanzadores estudiaran —y pusieran en práctica— muchas de las virtudes que lo caracterizaron, pues a su curva indescifrable y su recta bien colocada, Luque le aportó su sagacidad e inteligencia: cuentan que en su memoria guardaba con nitidez cada lanzamiento con el que cualquier bateador rival le había conectado buenos batazos, y en lo adelante nunca más le lanzaba otra bola similar.
Todavía se mantiene como el pitcher que con mayor edad (43 años) ganó un juego de Serie Mundial y fue el primer pelotero no estadounidense en llegar a esos desafíos decisivos.
En la Liga Profesional Cubana triunfó en 106 partidos y fracasó en 71. En Ligas Menores salió airoso en 65 pleitos y perdió 38, con una efectividad de 2,22, mientras que durante los más de 20 años que vistió las franelas ligamayoristas de los Bravos de Boston, los Rojos de Cincinnati, los Dodgers de Los Ángeles y los Gigantes de Nueva York consiguió el éxito en 193 ocasiones y salió derrotado 179 veces, con magnífico promedio de carreras limpias de 3,24.
Pretender que en las limitadas líneas de una publicación impresa pueda caber toda la gesta de un hombre que mostró carisma y virtud más allá de los estadios, es hallar destino seguro en la frustración.
Mas, queda la certeza de que sería un error dejar a Luque, pasivo, en el pedestal inalcanzable del pasado, cuando más que como historia o leyenda, sería imperdonable —en estos tiempos en que al béisbol cubano le urge recuperar su grandeza— no ver al “Habana Perfecto” como maestro, guía, camino, probada luz…
solo agregar que este pelotero también fue conocido entre el público como Papa Montero a tenor de una conción de moda de la época, siendo director de equipo en la liga profesional de la habana, cuentan que un dia que los pitchers de su equipo no daban strikes, pidio la bola se subió al monticulo ya con más de 50 años y sacó la outs que faltaban, al llegar al banco entre los aplausos del público presente manifestó de mal talante " así es como se pitchea"