El último hálito de la tarde cruzó sobre su rostro como el velo de un suspiro. Se detuvo justo donde las olas golpeaban con más fuerza las rocas y contempló, como si fuera la primera vez, el rizo que provocaba el viento sobre las aguas, cada vez más oscuras mientras entraba la noche e imaginó el retorno por ese camino oscuro que conduce a los febriles recuerdos: allí estaba, tierna como la efímera flor de un cactus dispuesta a protegerse sobre el tallo verdoso de espinas. El viento bordeaba su figura como si la envolviera en un suave manto de transparencias cuando descolgó su falda y la esbeltez de sus piernas quedaron expuestas como si fuera la única razón por la cual me detuve aquella tarde en la cual comencé a descubrirla, primero con mis ojos, después las manos hicieron su conjuro: imperceptiblemente temblorosas, la respiración contenida, la entrega… Supo, quizá por intuición leer mis pensamientos y se volteó para atrapar el borde mis labios, extendió su mano hasta que el amor creció en medio de un riachuelo tibio, antes del último sueño que había guardado en silencio como la ola que me trajo a su vida.
A la memoria de Caridad y María Esther.
RSM.
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Hubiera dado más que una palabra.
La observo y, por primera vez, descubro que sus manos parecen mariposas atrapadas en la quietud que provoca el néctar de los azahares. Menudas, suaves e inquietas cuando despiertan y revolotean delante de mis ojos porque le resulta imposible dibujar una palabra y después la otra…, hasta el momento en que su voz deja escuchar la magia contenida de un pensamiento, a través de los ojos de almendra, capaces de mirar como si fueran peces que acechan en el fondo cristalino de un arroyuelo. De momento es ya un torbellino que danza entre las venas de la ciudad, mientras captura espacios donde yacen imperceptibles los restos de otros tiempos, incrustados en la piedra de las recias columnas y ventanas, en los pliegues de las manos de otros, de las cicatrices sobre la piel, de la profundidad de seres desconocidos que alguna vez tuvieron sueños y ni siquiera pudieron enterrarlos. “Me gustaría viajar a San Petersburgo, y fotografiar al príncipe Félix Yusúpov, a su entrada al teatro vestido de mujer. No…, no, mejor llevarme los colores de un amanecer en la Plaza de España de Roma, pasear en barco por el Guadalquivir, de Sevilla, visitar las casas de baños árabes y el moderno Hotel Eme con una ventana a la la Plaza de la Catedral, después de una resaca en el bar Abades Triana, con esas imágenes que parecen vivas cuando brilla mucho el sol y la Torre del Oro se vuelve color rosa”. Se agacha, mira y sonríe, la falda se ajusta a la forma en que ha cruzado sus piernas para evitar aberturas furtivas, mientras aprieta el obturador bajo las recias columnas del monumento del Maine y, por un instante puedo advertir el vuelo del enorme pájaro de bronce escurrirse entre los colores de la tarde.
2/2/21.
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