En nombre de Dios se hacen cosas terribles
A. V, 1987.
Inocencio creció como casi todos los niños que tienen por barrio las inmediaciones de una casa de campo, los secretos de un amanecer anunciado por el bullicio de los pájaros, el murmullo escurridizo de los insectos, la caída estridente de un mango maduro sobre las tejas de la casa y el aroma temprano del café colado en una tela sobre un jarro de aluminio. Era un muchacho delgaducho y pálido como las salamandras que se ocultaban detrás del cuadro “La última cena”, también era menor que sus dos hermanos, ambos más curtidos por el sol del campo y el cabello rubicundo y sucio. Inocencio, parecía más bien una niña, el cabello tejido en trenzas largas sobre la espalda y los grandes ojazos, para colmo rematados en femeninas pestañas, lo obligaban, más bien prefería mantenerse prendido del vestido de su madre con el mismo afán que lo haría un cangrejo ermitaño en su caracol. Cuando esto ocurría, Ana (la madre), miraba a su esposo y sus labios se estremecían al recordar la promesa hecha para que Inocencio pudiera disfrutar de la vida, en el reino de este mundo. Con resignación había soportado las burlas de quienes le apodaron “avetonta”, a su pequeño Inocencio y rezaba en silencio para que fueran castigados quienes le hacían señas obscenas para representar su “femineidad florecida” debajo de los cabellos largos, negros y sedosos que caían sobre los hombros y rodaban, como pequeños riachuelos azabaches, hasta la cintura del muchacho cuando tocaba la hora del baño. Pero, como todas las cosas tienen un límite, ese momento también le llegó a Inocencio. Ocurrió, precisamente, cuando llegó el día de pagar la promesa y el inicio de un largo viaje a la capital del país para llevar sus trenzas cortadas al santuario de San Lázaro. Ese día, Inocencio, se acercó al cura del pueblo y con voz cándida le susurró: “padre quiero convertirme en santo”. El cura observó aquel rostro que se exponía con tan dulce solicitud que haría morir de envidia al más seductor de los ángeles del cielo. Y le aconsejó…
En busca de la gloria eterna Inocencio llegó a la ciudad una lluviosa noche de bombas y tiroteos. Caminaba apresurado como una sombra entre los portales de la calle Monte. Los disparos cada vez más cercanos le hicieron detenerse detrás de una columna. Apenas pudo defenderse cuando las luces del carro policial encandilaron sus ojos, no supo en qué momento una jauría de policías golpearon su rostro con los “Black Jack” y las linternas. Tampoco pudo definir si el estruendo que estremeció su cuerpo y cortó su aliento debido a los proyectiles que penetraron su cuerpo e hicieron estallar su corazón, segundos antes de caer de bruces sobre la acera. Ni siquiera Dios lo reconoció cuando, al día siguiente, apareció su foto en los periódicos.
Raúl San Miguel
24 de enero de 1998
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