HOMICIDIO PERFECTO

— ¿Homicidio?

— Homicidio, respondió el inspector con absoluta certeza y para dejar claro que no admitiría una nueva interrogante que pusiera en duda la conclusión a la cual había llegado. El otro entendió la directa y se limitó a observar cómo el inspector-jefe colocaba el pequeño frasco de color ámbar delante de sus ojos hasta el punto de poder tocarlo con sus pestañas.

Sabía que, el inspector, defendía el método de análisis de la vieja Escuela de Policías Investigadores y, salvó que ya utilizaba los (para él obligados e incómodos) guantes de látex, prefería emplear un pañuelo blanco que sacudía impúdicamente cada vez que debía evitar el registro de sus huellas en cualquier objeto.

Sin embargo, sentía la necesidad imperiosa de preguntar el por qué el inspector había llegado a esa conclusión si apenas comenzaban las pesquisas y ni siquiera llegaban a los diez minutos de estancia en aquel lugar donde el señor P encontró la muerte (supuestamente) por ingerir el contenido de aquel frasco cuya etiqueta anunciaba aspirinas. Pero no tuvo que hacerlo. El inspector se volvió hacia él con una sonrisa entre burlona y sarcástica (su preferida) y espetó sin miramientos a su compañero:

—¿Aún tienes dudas?

—No señor, respondió el joven ayudante, dando por sentado que coincidía con su jefe. A fin de cuentas le admiraba públicamente y no por gusto el Inspector Jefe, le había escogido entre muchos aspirantes o detractores para iniciar su entrenamiento como parte del examen práctico para detectives noveles. No obstante, sintió una ligera molestia cuando el Inspector Jefe, le escudriñó cual si fuera un insecto.

Entonces, como un reflejo condicionado durante semanas para si llegaba aquel momento, adoptó la mejor de sus posturas: erguirse levantando toda su estructura ósea hasta alcanzar una altura suficiente que le permitiera disminuir la diferencia física con el descomunal jefe de policías capaz de moverse con ligera a pesar de exhibir sus seis pies y doscientas veinte libras de peso que se le hacían lucir estrechas las ropas.

—El señor P fue asesinado por su esposa, mi querido colega, dijo el Inspector Jefe, mordiendo las palabras con cierto disgusto que, además, estaba justificado porque conocía al finado y podría decirse que hasta cierto punto cultivaron una amistad que creció entre jarras de cerveza que ambos bebían hasta que el alcohol llegaba al límite permisible para el inspector-jefe y, sin preámbulos, terminaba la conversación sin importarle el interés despertado en su interlocutor. Además, el señor P había logrado seguirle en sus conversaciones y hasta hacer reír a tamaño gigante, mientras caminaban alrededor de la mesa verde del Café Le Petite Alice, en busca de un ángulo que posibilitará empujar varias bolas de billar de forma estruendosa.

Por supuesto, su conclusión no hubiese sido hilarante sino fuera porque la señora de P escuchaba, mientras el inspector-jefe la señalaba abierta y directamente culpable de homicidio. Sin embargo, no se inmutó. Permaneció tranquila, mirándole con sus hermosos ojos grises y sin una sombra de arrepentimiento en el rostro. Incluso el ayudante del inspector percibió que era él y no aquella señora la que experimentaba la extraña sensación de que expulsaba el calor, de su cuerpo, como una vieja cafetera, por los poros de su rostro. Tosió, con fuerza, para evitar que le vieran ruborizado. _ ¿Le sucede algo a mi querido ayudante?, preguntó el Inspector Jefe con sutil ironía.

—No señor, se justificó aquel, mientras aclaraba su voz sosteniendo la mano derecha alrededor de la garganta. Nada que pueda ser más importante que escucharle. Entonces, dijo como si recobrara el aliento: ¿le coloco las esposas a la señora?

—No amigo mío. Primero debemos interrogarla…, como lo establece el reglamento, debemos buscar pruebas, demostrar el peso de las evidencias. O sea, dar una respuesta científica, objetiva, dialéctica, incuestionable, irrebatible, ¿entiende?

— ¡Claro señor!

— Entonces proceda. No espere usted el viento fresco para lavar las velas.

— ¿(…)?

— La frase quizá no tenga sentido, pero es de mi invención y la digo para que se infiera la necesidad de ganar tiempo antes de que la zorra escape.

Esta vez el ayudante no pudo evitar un acceso de tos verdadero que obligó a la señora del difunto P (aún ni el narrador, ni usted querido lector sabemos si fue asesinado) a traerle con toda urgencia un vaso con agua que el ayudante del Inspector Jefe bebió con avidez y cuando se calmó un poco miró con los aún ojos rojizos, por la casi asfixia, el rostro tranquilo de la señora de P.

— ¿Puedo preguntarle…? le dijo haciendo un esfuerzo por tomar notas.
—Lo que usted quiera, respondió ella con cierta curiosidad al ver que el joven hacía todo el esfuerzo para iniciar el interrogatorio que pidió el inspector-jefe.

— ¿Dónde usted estaba cuándo…?

—La señora estaba en esta casa, mi querido ayudante, interrumpió el inspector visiblemente molesto (Digo, si el lector pudiera ver el apenas perceptible movimiento incontrolado del párpado derecho del Inspector Jefe). Aquel tic nervioso era quizá la única de las señales físicas que ofrecía el gigante cuando realmente se molestaba.

—Efectivamente estaba en esta casa, repitió ella con una sonrisa inquisitiva que acentuó con la mirada color aceituna en el bisoño rostro del joven policía.

— ¿Entonces…? continuó el ayudante del Inspector-Jefe.

— Me encontraba justo en esta casa, reiteró la mujer, cuando ocurrieron los hechos

—Que usted propició al colocar en el frasco el veneno con el que ultimó a su…, digo al señor finado señor P, volvió a interrumpir el Inspector-Jefe, esta vez, terriblemente molesto. Sin embargo, como si una idea le iluminara (de repente) asumió una actitud como si nada hubiese pasado. Es más como si estuviese en la Feria de los Globos Rojos, observando los colores centelleantes del carrusel sobre la Montaña Rusa en medio de un cielo iluminado por los fuegos artificiales lanzados con motivo del Día de la Independencia. _Prosiga usted señora, lamento interrumpirle.

—Decía que estaba justo en esta casa cuando mi marido cayó fulminado.

— ¿Qué hizo usted?, preguntó el ayudante del Inspector-Jefe intrigado y mirando de soslayo al detective.

—Sabía que estaba muerto, envenenado, y llamé a la policía. Por cierto fueron muy efectivos ustedes. Según el reloj, apenas demoraron diez minutos en llegar hasta aquí, acotó la señora de P.

—Por supuesto, señora, este es un pueblo pequeño y le recuerdo que la Estación de Policía queda justo frente a su vivienda, acotó el ayudante del Inspector-Jefe con cierto aire de inteligencia abofeteada.

—Por supuesto que el difunto aún se encuentra algo tibio. Pero dígale, explíquese cómo fue que lo hizo, insistió el Inspector-Jefe.
—¿Cómo fue que lo hizo?, reiteró el ayudante como si sus palabras fueran capaces de poner fin al sutil enfrentamiento entre el detective _que parecía conocer hasta el detalle la intríngulis de aquel homicidio e incluso hasta las posibles respuestas de la posible homicida_, con respecto a la señora de P.

—Él lo hizo, mi difunto marido se suicidó, dijo ella totalmente calmada.

—¡Cómo!, preguntó el ayudante del Inspector-Jefe en medio de un acceso de risa que le atacó de improviso.

— ¿Cómo…? apuntó gravemente sorprendido el detective.

—Sabía, respondió ella, que mi difunto esposo había dispuesto su última voluntad de comprobarse que la dolencia en mi columna vertebral no aumentaba por el envejecimiento prematuro de los huesos, sino porque tenía un tumor maligno que me comprimió varias vértebras y se expandía definitivamente por todo mi cuerpo. Hizo una pausa para tomar un sorbo del té y continuó: —El médico advirtió que apenas podría alcanzar a vivir otras dos semanas.

— ¿Y entonces…? Interrumpió el ayudante del Inspector-Jefe, intrigado.

— Mi finado marido le confió su testamento al señor detective, aquí presente, dijo la señora de P y señaló al señor Mordana (así era el nombre del Inspector-Jefe). En ese documento explicaba que no podría soportar la vida sin mi presencia…

—¿Y…?

—Decidió arreglar todos los papeles legales con prontitud; pero, como no tenemos herederos, decidió poner todos nuestros bienes a nombre del señor Jacques Mordana o sea el inspector-jefe, aquí en persona.

—¿Y…? preguntó intrigado el joven detective.

—Con el fino humor que siempre le caracterizó (continuó su referencia la señora del señor P), simuló delante de mí que colocaba una sustancia mortífera en una rara botellita de whisky, de la marca Estrella Azul, su preferida, y la colocó en el lugar donde pudiera alcanzarla cuando me llegara la muerte.

—¿Y…?

—Esta mañana amanecí más pálida que de costumbre. Quizá le resultó que me había llegado el momento.

Lo digo porque note que se me acercó para ver si respiraba. Tocó mi sien. Luego auscultó mi brazo en busca de algún latido coronario. Sentí su aliento etílico y decidí permanecer quieta hasta que le escuché dirigirse al armario. Era evidente que tomaría la botellita de Whisky. Volvió. Se sentó al borde de la cama y dijo: “Brindo por tu muerte querida”. Unos segundos y caía desplomado.

—¿No decía usted que simuló colocar veneno en la botellita?

—Simuló, sí, pero…

—¿Pero…, entonces…? ¿Qué fue lo que depositó en el frasco?

—Ron, añejo, traído como regalo del señor Mordana de uno de sus viajes por una de las islas del Caribe, creo de su visita a Haití o Martinica. Pero olvidó que, esa extraña botellita, había sido empleada alguna vez por él para depositar veneno de víboras. El mortal fluido fue extraído, por él mismo, a sendos ejemplares que logró mantener, en casa, y durante algún tiempo con el propósito de cosechar la flema proveniente de los ofidios para venderla en cierto laboratorio farmacéutico. Además, mi ex marido, aseguraba disfrutar la presencia de aquellos magníficos reptiles. Realmente eran dos bellos ejemplares traídos como regalo por el señor Mordana de una visita que realizó a Tailandia.

—Entonces no existe el homicidio, apuntó visiblemente cansado el ayudante del Inspector Jefe. _ Se trata de una negligencia, concluyó.

—Yo no estaría seguro, sentenció el detective jefe.

—Entonces por qué no procede usted y la detiene, replicó el ayudante con evidente molestia.

—Porque es su caso y usted debe decidir, mi querido amigo.

—Para mí está claro que no se trata de un suicidio, sino de una muerte accidental no premeditada, dijo el ayudante sorprendido por aquellos términos no ortodoxos y muchos menos profesionalmente reconocidos por la Academia. En realidad resultaban suficiente para definir la forma en que falleció el señor P.

—No estoy de acuerdo con su criterio, dijo la señora de P.

—¿Cuál es el problema de ustedes dos?, se defendió el ayudante del Inspector-Jefe.

—Que no se trata de un suicidio, menos de una muerte accidental, ni siquiera fue una negligencia, mucho menos puede considerarse una muerte no premeditada, dijo ella. En realidad todo fue premeditado por mi difunto esposo. Sólo que su estado de embriaguez le impidió comprobar si yo dormía, me encontraba despierta o agonizaba. Lo peor es que nunca supo si realmente estaba enferma porque ni siquiera prestó atención al criterio emitido por el doctor Renoir. Precisamente el último examen declaró no válido el primer diagnóstico. Ciertamente padecía las consecuencias de una lesión que requería cierto tratamiento, pero no me colocaba en peligro de muerte. Pero me resultó interesante comprobar hasta qué punto mi difunto esposo llevaría a cabo su promesa.

—Entonces usted sabía que el frasco aún tenía residuos del veneno de las víboras.

—Al principio no. Posteriormente sí, cuando por accidente comprobé que aquel ron del Caribe se convirtió en un líquido fatal.

— ¿Cómo lo descubrió?

—Lamentablemente al destaparlo se vertió un poco y el pobre Frankestein, nuestro viejo gato, apenas pudo decir Miau.

—¡Voila!, lo sabía, lo sabía, interrumpió el detective dando pequeños y ridículos saltitos, con su pesado cuerpo, ante la mirada perturbada de su ayudante.

—No lo entiendo señor, trató de cuestionar el joven detective.

—Elemental. Si lo sabía ¿por qué no lo impidió?

—Estaba escrito que era su voluntad terminar con su vida si yo moría, replicó ella

—Pero usted no murió, acusó el inspector-jefe con renovados bríos.

—¿Por qué habría de impedir lo que él dejó por escrito como voluntad? Además usted saldría beneficiado absolutamente, dijo la mujer.

—Eso es cierto, apoyo el joven detective

—¡¿Usted me implica en el crimen?!

—¡De ninguna manera señor…! sólo me atengo a las evidencias.

—¿Cuáles evidencias?

—La nota con la última voluntad del señor P y su decisión de convertirlo en heredero universal de todos los bienes suyos y de su señora, aquí presente.

—Eso no demuestra nada. Pero veo que usted aprende rápido. ¿Cuál es su conclusión en relación con este caso?

—Para mí está claro que fue un accidente que provocó la muerte del señor P, a consecuencia de la simulación de una muerte premeditada, declaró el ayudante.

—Eso está mejor. ¿Entonces?

—La señora debe permanecer localizable y no puede abandonar la ciudad hasta tanto no se declaré inocente en la Corte.

Hasta aquí, incluso para el lector más interesado, esta historia resultaría agobiante. Sin embargo, después que la señora de P fue declarada inocente, por un tribunal que analizó todas las pruebas presentadas y las incidentales intervenciones de un testigo: el inspector-jefe, se marchó en el tren que se dirigía a Roissy. Pero veamos que ocurrió en aquel trayecto.

—Debo admitir que usted estuvo brillante mi querida señora de P, dijo el señor Jacques Mordana, ex inspector-jefe de la Comisaría de Toulouse, a la mujer que le miraba con los ojos grises.

—Usted también mí estimado amigo Mordana. Sobre todo porque ayudó a terminar una agonizante relación que definitivamente acabaría con mi vida. De eso debo estarle agradecida.

—En realidad debo confesarle que usted no se merecía al difunto señor P. Lo comprobé con sus desabridos diálogos en la fonda cuando me advertía que prefería estar entre las víboras que junto a usted. Por supuesto, es algo que negaría rotundamente teniendo en cuenta su irrebatible belleza.

—Es un cumplido que le acepto con agrado señor Mordana.

—Prefiero que me llame Jack, si no le importa.

—Está bien, mi querido Jack, pero, dígame ¿cómo logró que el finado señor P, mi ex marido pudiera confiarle sus bienes legalmente por escrito?

—Fue otro truco. Aquel documento se escribiría como una prueba irrefutable para demostrarle a usted que cumpliría su palabra. Claro sería destruido de inmediato. Pero evité que así fuera. Recuerde que su ex marido compartía con el inspector-jefe de la policía de la Comisaría de Tolousse.

—¿Entonces por qué sostuvo que fue un hecho premeditado por mi?

—Debía poner a prueba las habilidades de uno de mis mejores discípulos para cubrir cualquier indicio que llevara, como ocurrió durante el interrogatorio, sus pesquisas hasta relacionarlas con el documento legal que me implicaba directamente. No se puede ser juez y parte.

—Reconozco que fue usted hábil. Casi logró confundirme.

—Pero mantuvo usted su aplomo.

—Y usted una declaración de heredero universal si yo muero

—Es cierto, el pago por mis años de servicio apenas cubriría para una jubilación decorosa. Peor aún después de haber encerrado a tantos y tantas criminales, algunos de los cuales ya cumplieron su sentencia y no verían mal observar cómo terminaba mis días en medio de la pobreza.

—¿Entonces usted lo preparó todo?

—Y usted también, salvo que ahora también me pertenece. De cierta forma usted está incluida como parte de los bienes que heredo, según el testamento, mi querida señora de Mordana…, digo sino se arrepiente de contraer nupcias conmigo cuando lleguemos a Dublín.

—No tengo inconveniente Jack, brindemos.

Afuera el paisaje muestra una tarde de verano realmente hermosa. Recostado a la ventanilla, y aún con la copa entre sus dedos, el señor Jacques Mordana observa directamente a los ojos de la mujer que tiene en frente. La mira eternamente desde el último segundo en que percibió el cálido aliento de la muerte cuando absorbía la parte más liviana de su cuerpo.

Raúl San Miguel
18 de mayo de 2007

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