La sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba acogió la puesta en escena Variedades para el Alma, la revolución de un sueño. Bajo la dirección general de Iván Belaustegui, con coreografía de Joan Morell y música original de Efraín Chivas el espectáculo acaparó el gusto popular por tres días desde su estreno.
Entre acrobacias, luces, vestuarios alegóricos y una sonoridad folclórica fusionada con ritmos desde lo orquestal hasta lo popular el show cuenta con dos actos uno folclórico y otro contemporáneo, la llegada y desarrollo de la raíz africana a cuba a partir de finales del siglo XVI.
En la primera parte apreciamos una buena estructura dramática más fuerte con personajes sólidos movidos por los hilos de la emoción, arrastrando al espectador por aguas pasionales. Ya para la segunda lo anterior se desdibuja, dándole el protagonismo a una escenografía que nos recuerda grandes musicales como Rent, con una visualidad actual y enérgica música. La obra refuerza en principio su narrativa con recursos como las sombras chinescas y sonidos percutivos, luego se apoya con más intención en la danza. Nos recuerda tiempos dorados del cabaret y los show de variedades en la isla por su estructura y masivo uso de efectismos. Con una dramaturgia sencilla y a ratos carente de sucesos que muevan las curvas de la trama, bien se nutre de la fuerza de sus bailarines y la exquisitez de la música.
Esta puesta llega en buen momento fomentando la creatividad y las ganas de hacer en el panorama danzario de la capital. Abriéndose camino con el filo y brillo de la cultura afrocubana como guía para explorar el mundo. Alma, la revolución de un sueño se filtra por la poética de la fusión, tomando en lo musical y danzario una estética maleable a cualquier escenario. Una estrategia en la que mientras pulen detalles cohesión, afinación en las partes cantadas por los bailarines y relleno en la historia contada, bien recogen sonrisas y la alegría del público.
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Bellísimo espectáculo pero muy largo, da para dos.