Cualquier mirada de Martí alcanzada a realizarse, a partir de la creatividad que se plasma en un lienzo
o soporte digital, inclusive, salta desde la concepción de la pintura y nos dice algo. Por supuesto, hay miradas inquietas, mentes desveladas, pulsos intranquilos que lo han hecho suyo para, de manera propia, entregarlo a nosotros también, siempre nuevo… Kamyl Bullaudy es uno de esos artistas.

En los trabajos que viene realizando desde hace mucho tiempo se observa un método que le permite al artista trabajar sobre la tela disfrutando con la aplicación de la materia; la libertad la guía en
el encuentro de la mancha inusual y sugerente que determina la distribución de luces y sombras. De este modo, intuitivo, pero laborioso, ha encontrado el camino para ocupar con la razón los espacios espontáneos que tiene la creación artística sobre disímiles técnicas y materiales.

Foto: Cortesía del artista

Pintura, dibujo, cerámica, ensamblajes, escultura… ocupan posiciones en su quehacer plástico. Símbolos e imágenes se funden en un lenguaje donde año a año, el paso del tiempo le va otorgando la solidez de la experiencia adquirida.

Su estudio de la plazuela del Ángel (Compostela No. 5), en La Habana Vieja, resulta un espacio mágico, donde la complicidad con Martí se respira en cada rincón.

Rodeado de flora o fauna, susurrando al oído a una mujer de hoy, con un gallo en la mano, galopando en busca de la batalla, o recreado como “monte entre los montes”, ya sea en tela, cartulina, papel,
barro o hierro, su silueta es parte intrínseca de la casa.

Sin pensarlo un momento, el artista afirma: “Está tan presente en mi vida y mi obra que lo visualizo constantemente. En cualquier lugar: en una
mancha de la pared, en la sombra de los árboles, en un espacio entre libros, en cualquier hecho… allí veo su imagen. No es más que la energía martiana que nos envuelve”.

Sus palabras siluetean el cariño que le profesa al Apóstol, como buen cubano. Es un amigo más de la familia que comparte su tiempo. “No hay un día en que no lo dibuje y puedo hacerlo hasta varias veces. Si no lo hago, siento que es una jornada inconclusa”.

La historia de Martí viene desde la niñez, cuando de la mano de su padre (Reynaldo Bullaudy) –quien era un promotor cultural voluntario–, se acercó al arte. Incluso, en una obra teatral, basada en los Versos sencillos, encarnó al padre de Pilar. Comenzó a estudiar en la Escuela de Arte de Holguín, y terminó en
la de Las Tunas. Después trabajó la cerámica un tiempo en la Isla de la Juventud.

Pero una noche de 1993, contó, sintió la necesidad de hacerlo parte de su obra. “Me levanté de la cama y preparé una pintura casera, y con espátula empecé a pintarlo. ¡Salió de un tirón! (Su sonrisa abraza todo el rostro). Cuando amanecí, era otro. Me obligué desde entonces a estudiar su obra. No basta la iconografía
del bigote, la amplia frente, el rostro de triángulo… Al penetrar en su vida conocí el universo tan grande que lo rodea”.

A Martí lo imagina… “de muchas formas, pero básicamente veo al hombre, a José, no a Martí. Ese ser humano, con toda la carga de dificultades que enfrentó en su corta y fructífera existencia, y que tuvo que vencerlas sin perder nunca el amor. A esa fibra martiana es a la que hago alusión con mi pintura. Por eso lo envuelvo de color, flores, fauna… 

¿Con qué tonos lo pintas?

Hay dos cosas que son azules: La Habana, por la luminosidad del mar, sus reflejos, y Martí. Él es también azul”. Se queda pensativo, mientras aflora un comentario: Cuando se preparaba para regresar de Estados Unidos se mandó a hacer un traje azul. Porque según decía, venía para las nupcias con Cuba, que era
su novia. Fue algo inusual en él, que vestía siempre de negro, porque estaba de luto por estar alejado de su Isla amada.

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