De justa como exhaustiva podría catalogarse la compilación fotográfica con la cual la Revista Cine Cubano acaba de coronar los 45 años del debut fílmico de Mirtha Ibarra, uno de los rostros esenciales en la Historia del séptimo arte insular: impresionante arco creativo que arrancara con esa breve aparición en el clásico La última cena (1976) -a las órdenes de quien devino su compañero en la vida, Tomás Gutiérrez Alea- y que se extendería por casi cinco décadas a través de personajes absolutamente icónicos de la cinematografía del patio.

Valiéndose de un extenso material de archivo, de alto valor patrimonial, la citada publicación saca del baúl instantáneas de la Ibarra frente o detrás de las cámaras, tanto en producciones que hacen parte del legado del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), como de sus incursiones en realizaciones foráneas, fundamentalmente hispanoamericanas.

Sobresalen en la muestra planos fácilmente reconocibles de caracteres que la actriz cinceló con maestría, desde aquella obrera portuaria atenazada por desfasados estereotipos machistas (Hasta cierto punto, Tomás Gutiérrez Alea, 1983) -por el cual obtuvo el Premio de actuación femenina en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana-, hasta aquella Nancy que se debatía entre su desbordante sensualidad, frustraciones y crisis emocionales en Adorables Mentiras (Gerardo Chijona, 1991), luego amplificada en Fresa y Chocolate (Tomás Gutiérrez Alea-Juan Carlos Tabío, 1993), quizá su rol consagratorio y que la llevó hasta la propia alfombra roja de los Oscar.

El repaso en imágenes prueba a la vez la capacidad de la Ibarra para, a golpe de talento, hacer trascender roles secundarios o en ocasiones de presencia poco más que episódica en cintas de renombre como Se permuta (Juan Carlos Tabío, 1983), Cartas del parque (Tomás Gutiérrez Alea, 1988), El cuerno de la abundancia (Juan Carlos Tabío, 2008) o, más recientemente, Se vende (Jorge Perugorría, 2012). También su capacidad para moverse con soltura a las órdenes de directores de altísimos quilates allende los mares, como atestiguan sus colaboraciones con el colombiano Sergio Cabrera (Ilona llega con la lluvia, 1996), o el español Fernando Colomo (Cuarteto de La Habana, 1998), por citar algunas.

La institución, ni corta ni perezosa, en franca reverencia a uno de sus íconos insoslayables, que como los vinos pareciera revitalizarse con el tiempo, si tomamos en cuenta sus recientes interpretaciones en Fátima o el parque de la Fraternidad (Jorge Perugorría, 2015) y Bailando con Margot (Arturo Santana, 2016), sin olvidar sus empeños en el mundo editorial o la realización de documentales en pos de rescatar la memoria y testimonio de su fallecido esposo.

Un trayecto frente al cual el ICAIC esta vez apenas vislumbra un camino, que desde Tribuna ratificamos: honor, a quien honor merece.

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