Hubo quien se levantó y abandonó la sala aun sin terminarse la obra, en abierta muestra de descontento y hubo también quien se quedó hasta el final, pero no dejó de demostrar su desagrado con lo que aquellos siete actores ofrecían sobre las tablas de la Sala Adolfo Llauradó.

Hubo quien una vez en la calle, dijo haber presenciado la peor experiencia de su vida relacionada con el teatro; incluso alguien se atrevió a conjeturar con que si alguno de los presentes era principiante en esas lides sería seguramente esta la última vez que acudiría al encuentro del arte dramático.

Para gustos los colores, esa es la verdad, porque mientras unos desaprobaban la propuesta de Impulso Teatro que estará en cartelera hasta finales de agosto, otros tantos se levantaron al final para aplaudir.

Y es que esta puesta en escena de Alexis Díaz de Villegas del texto Insultos al público, del escritor austriaco Peter Handke significa, en muchos sentidos, una nota de color en el panorama teatral cubano, por transgresora y reflexiva.

Según escribe Indira R. Ruiz para Cubaescena: “A juzgar por  el trabajo defendido por Impulso Teatro en estos años, existe en este grupo una zona de trabajo que escapa a convencionalismos teatrales y que echa mano a rupturas estéticas y deconstrucciones sobre la escena”.

Insultos al público representa, entonces, un escalón más en el ascenso hacia esa búsqueda de esencias. Ya lo afirmaba el propio Díaz de Villegas cuando, en entrevista con Tribuna de La Habana, auguraba en esta una oportunidad para reflexionar sobre “el teatro, lo que ha sido y lo que pensamos hoy que debe ser”.

Contra un fondo totalmente negro, los actores se presentan en escena con vestuarios similares para desparramar sobre el público un juego de palabras que constantemente se dice y contradice, en una insinuación de todo lo posible, en constante provocación a las incomodidades del espectador, que a medida avanza el texto es despojado del resguardo que la oscuridad ofrece para observar y pasa a ser observado.

Minuto tras minuto el foco de atención se cierne sobre una audiencia cada vez más incómoda, que como se atreve a anunciar el propio texto, no ha acudido hasta el teatro a verse a sí misma, o tal vez sí, sino que ha llegado hasta el con ciertas ideas preconcebidas sobre lo que verá: actores representando una vida, o ideas o recuerdos…

Esta vez no hay nada para ellos, solamente una diatriba sobre la frustración que sentirán en breve al ver truncas todas sus suposiciones, delante de un ejercicio teatral que se niega a sí mismo, en todo momento. 

Sepultureros de la cultura occidental... ese es uno de los insultos que, micrófono en mano, lanzan los actores sobre un público que lucía, la tarde del pasado domingo, dividido en bandos: agobiado, uno de ellos, y entusiasmado el otro.

Lo cierto es que no sobran experiencias como esta, de tan profunda introspección y de tan agudo ejercicio crítico, y sería casi inútil tratar de describir o de apresarla en un concepto, pues esta obra en sí misma es un grito de inconformidad con las fórmulas y los patrones.