Aún me sobrecoge el impacto de aquel hombre que llegó a la recepción de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, con el atuendo típico del laboreo en el campo. Sosteniendo el sombrero de yarey contra su pecho, cubierto por la camisa llena de los pliegues que deja la lluvia, mezclado con el rocío de la piel, calzado con botas recias que habían perdido su color de tanto caminar sobre la tierra.

Llegó y preguntó, con humildad y respeto a la recepcionista. El tono de su voz tenía las mismas cicatrices del sol en la jerga del campesino cubano. Entonces fue que descubrí en su rostro el del artista más que reconocido: Salvador Wood, y pensé que estaba loco sin imaginar la respuesta, unos meses después cuando lo volví a ver en la gran pantalla, en la película El Brigadista.

Supe que aquella “visita” era para ver a su hija, Yolanda. Después o mejor dicho mucho tiempo después, sentí la enseñanza de aquel encuentro, multiplicado en la memoria… y comprendí que nunca estuvo más cerca de describirlo ahora después de su física muerte, aquella sentencia martiana: “El único autógrafo digno de un hombre es el que deja escrito con sus obras”.