Sobre el horizonte la tarde fue cortada por la filosa pared oscura del temporal convirtiendo el mar del Sur en una destructora emboscada sobre cualquier nave aventurada en sus aguas. El Masaya, volcánico como su nombre, resaltaba casi desafiante y con desenfadada elegancia de nivea presencia en su estructura de embarcación tipo Cayo Largo, y casco de madera cubierto de fibra de vidrio .
Tal vez, porque los barcos tienen memoria, mostraba orgullo de tener en la tripulación un hombre leyenda. Observamos con la agudeza requerida una señal y de inmediato partimos rumbo a María la gorda, cuando el cable del timón se quebró justo detrás de la estela del Masaya.
Gobernar con el timón de respeto dejaba pocas probabilidades al error en la tortuosa navegación. Chocamos contra el muelle de atraque y bajé de inmediato a la sala de máquinas, en tan estrecho espacio que el roce con los motores alteraba la piel. Veinte minutos después saqué la cabeza y aseguré que estábamos listos para mantener el servicio. Fue cuando reparé en el Comandante Camacho y su esposa Gina que vinieron preocupados por saber de nosotros, si estábamos bien. Sentí orgullo.
La sencillez de aquel hombre leyenda y de su compañera de cien batallas, dejaba una profunda huella de gratitud en mi persona. Años después, siendo periodista, tuvimos varios encuentros.
Me prometió invitarme a Guanahacabibes, con una frase: "Ve por casa y nos ponemos de acuerdo". Le entregué un pliego inédito de una novela que escribí relacionada con la Punta Colorada y los Cayos de la leña. Nunca pude ir a su invitación por mis responsabilidades como periodista, más bien por mi dedicación casi desmesurada por el trabajo de mi vida; sin embargo, muchos domingos fui a su casa para llevarle la cortesía del periódico Tribuna de La Habana, del cual fue promotor de compartir la idea con Fidel y fundarlo.
Hoy fue una mañana diferente, hermosa y triste. La noticia de su partida física me sorprendió en la edición del dominical impreso. Inserte la nota y sentí las gotas de una finísima lluvia resbalar sobre mi rostro en la madrugada.
Este amanecer me ocupé de llevar la cortesía del periódico. Uno de sus ayudantes se acercó, me estrechó la mano, tomó el periódico y experimenté la sensación que mientras escribo estas líneas me regresan la mirada del Comandante Camacho y su esposa Gina.
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