El 3 de septiembre de 2010, Fidel regresaba a la Universidad de La Habana. Lo hizo rodeado de una multitud de jóvenes que esperaban para escucharlo, allí entre los edificios donde se gestó la preparación de los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, para no dejar morir al Apóstol en el año de su Centenario. En su gorra verde olivo la estrella solitaria de nuestra bandera, en sus ojos la visión del futuro con las urgencias del presente.

Durante el matutino encuentro, el líder histórico de la Revolución cubana destacó que había descubierto su verdadero destino siendo un joven universitario y cómo le acompañaba el recuerdo de otros a los cuales conoció durante las manifestaciones contra la tiranía de Fulgencio Batista y la inspiración permanente de las ideas de Martí. Declaraba: “Patria es humanidad”, nos prevenía de andar juntos y en cuadro apretado para evitar (en un nuevo contexto) que el imperio desate una conflagración de impredecibles consecuencias para la vida en el planeta tierra. Y en sus palabras, una vez más, advertía de los terribles peligros que hoy enfrentamos por la voracidad capitalista vinculada al cambio climático en el planeta.

Es La Habana una ciudad cuyo heroísmo probado está presente en todas las luchas por la independencia de Cuba. Muchas de sus calles guardan las huellas de quienes cayeron en acciones como las del 13 de marzo, otros que fueron víctimas de asesinatos por los cuerpos represivos de la tiranía, y sus cuerpos torturados eran lanzados al mar.

La capital del país mostraba los más grandes contrastes de la extrema pobreza con sus barrios de marcada opulencia y exclusividad, mientras en la periferia resultaba visible las consecuencias de sumergir a miles de personas marginadas entre el desahucio y el olvido, lejos de los anuncios de neón sobre las vitrinas repletas de alimentos y ropas a las cuales no podían aspirar; mientras niños, blancos y negros, desposeídos de su derecho al estudio, lustraban zapatos, vendían diarios y billetes de la lotería nacional, cuando sus madres realizaban otros “servicios”, denigrantes en su condición de mujeres.

Sobre los sucesos del 26 de julio de 1953, el Líder histórico de la Revolución declaraba en su alegato de autodefensa conocido por La Historia me absolverá: “Sépase que por cada uno que vino a combatir, se quedaron veinte perfectamente entrenados que no vinieron porque no había armas. Esos hombres desfilaron por las calles de La Habana con la manifestación estudiantil en el Centenario de Martí y llenaban seis cuadras en masa compacta”. Seguidamente expresaba que “consecuentes con nuestros principios, (…) nuestros medios se reunieron con ejemplos de sacrificios que no tienen paralelo, como el de aquel joven, Elpidio Sosa, que vendió su empleo y se me presentó un día con trescientos pesos ‘para la causa’; Fernando Chenard, que vendió sus aparatos de su estudio fotográfico, con el que se ganaba la vida; Pedro Marrero, que empeñó su sueldo de muchos meses y fue preciso prohibirle que vendiera también los muebles de su casa; Oscar Alcalde, que vendió su laboratorio de productos farmacéuticos; Jesús Montané, que entregó el dinero que había ahorrado durante más de cinco años (…).

“Mis compañeros, además, no están ni olvidados ni muertos; viven hoy más que nunca y sus matadores han de ver aterrorizados cómo surge de sus cadáveres heroicos el espectro victorioso de su ideas. Que hable por mí el Apóstol: ‘Hay un límite al llanto sobre las sepulturas de los muertos, y es el amor infinito a la patria y a la gloria que se jura sobre sus cuerpos, y que no teme ni se abate ni se debilita jamás; porque los cuerpos de los mártires son el altar más hermoso de la honra’”.