Un cartel con tres palabras en lo alto de la escalerilla del MS Braemar estremecieron a los presentes este miércoles en el Puerto del Mariel. Nadie sabe si alguno de ellos regresará algún día a conocer al país que solo pudieron ver por las ventanillas de los ómnibus en su rápido tránsito hacia al Aeropuerto Internacional José Martí, en La Habana.
Ellos no disfrutarán, el menos en esta oportunidad, de las playas cubanas, ni viajarán en almendrones, o se deleitarán con un puro cubano y un trago de Habana Club. No entrarán en diálogo con las gentes de esta Isla, ni entrarán a instalación alguna. Pero de seguro, sentirán en su pecho el cariño y la amistad del pueblo que les abrió los brazos para brindarles un nuevo soplo de vida.
Desde la distancia, en la rada, los medios de prensa reportaban la llegada del crucero y el posterior desembarco de sus viajeros. La esperanza de llegar a puerto seguro, de encontrar una vía expedita para regresar a casa, bailaba en el rostro de las más de mil personas a bordo del Braemar, cual, si se trata de náufragos perdidos en un laberinto de islas inaccesibles, los viajeros del crucero habían navegado por el Caribe sin encontrar un puerto donde atracar.
Una y otra vez les fue negada la posibilidad de tocar tierra. El miedo al contagio con la COVID-19 hizo que varias naciones del Caribe no accedieran a que desembarcaran, pues entre los “náufragos” viajaba un pequeño número de personas confirmadas con la peligrosa enfermedad.
Cada instante contaba para los viajeros, era imperioso regresar a casa para que cada uno de los enfermos recibiese el tratamiento adecuado. Las posibilidades de que la enfermedad siguiera propagándose aumentaban minuto a minuto. El gobierno del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte pidió a Cuba permiso para que sus cruceristas pudiesen desembarcar en un puerto de la mayor de las Antillas, y de ahí repatriarlos inmediatamente por vía aérea.
Cuba no podía fallar. La vida de alrededor de un millar de personas pendía de un hilo. Nadie puede imaginarse, por un momento, cómo se sentirían esas personas al ser rechazadas una y otra vez. En la balanza estaba el ser o no ser del ser humano, ese que nos hace ser solidarios, darlo todo, incluso poniendo la vida en riesgo en favor de los demás. En la balanza estaba el abrir los brazos, o dar la espalda, o al menos, en la balanza de otras personas, no en la de los cubanos.
Las manos se abrieron, los “náufragos” ya tenían un puerto seguro a donde llegar. Mientras el buque se dirigía a costas cubanas, cuatro aviones volaban para garantizar una rápida y segura repatriación. Como reloj comenzó el traslado de los viajeros. Tres aviones estaban destinados a las personas sin síntomas, una cuarta aeronave era para los enfermos confirmados y los que se encontraban bajo sospecha.
En el buque solo quedó el personal imprescindible para retornar el navío a su puerto de origen. La misma embarcación donde, desde lo alto de su escalerilla, un cartel con tres palabras donde se podía leer TE QUIERO CUBA le gritó al mundo cuán grande es esta pequeña isla con forma de Caimán.