Todo comenzó una tarde de febrero, mes del amor y la amistad. Luego de cuatro días de guardia en el
hospital, regresé a mi casa con la satisfacción del deber cumplido y haber dado respuesta a las peticiones de bienestar de cada persona en la consulta. Todo marchaba normal, aparentemente. No había indicios de que algo estuviera por suceder...

Las primeras 72 horas posteriores de aquel domingo no indicaban ninguna anomalía. El miércoles, aún con
el agotamiento acumulado, decidí correr 12 kilómetros junto a uno de mis amigos del Santa Fe Running Club.
No sentí la distancia, pues tuve un excelente ritmo de carrera; sin embargo, el cuerpo daba señales de algo que no sabría explicar. Llegó la noche y con ella –como por arte de magia– una tormenta de cefaleas, dolores musculares, fiebre, secreción nasal y escalofríos envolvieron todo mi cuerpo. En ese momento pensé que nuevamente el dengue estaría haciéndome compañía.

Debido al toque de queda imperante en la ciudad, no pude moverme de mi casa y, médico al fin, ataqué los malestares con lo tradicional: duralginas, que produjeron un alivio momentáneo; pero no para lo que vendría después. Peor no pudo ser la madrugada, sobre la cama, revoloteando y buscando adonde asirme, desperté con el sobresalto de que algo estaba ocurriendo.

El jueves acudí al hospital donde tres días antes había cumplido mi guardia médica. Me realizaron los exámenes de rutina y, por supuesto, como parte de los protocolos aprobados en el país, incluyeron las pruebas de COVID-19. La primera de ellas, el test de antígeno, dio positivo a la enfermedad.

La decisión fue que regresara a mi casa y allá esperar a los resultados del PCR. Pero los dolores no cedieron y el malestar general se adueñó completamente de mi cuerpo. Esa última noche se había convertido en una agonía aguda, por lo que al día siguiente acudo nuevamente a mi centro asistencial. Ya en la entrada de este, uno de mis colegas comenta que mi prueba de PCR había sido positiva. Oficialmente era un paciente con la COVID-19, la maldición más moderna para la especie humana.

Un torbellino de ideas entrecruzadas me removió el cerebro. Tomé aire y pensé en los míos. Había sido esa la única preocupación rondando en mi cabeza; la nueva e indescifrable etapa que se abriría días después en mi vida no era la prioridad. Los protocolos, en Cuba, para estos casos están bien precisos, por lo cual se decide enviarme al área de Salud de mi comunidad, donde aguardé la llegada de un taxi que vino a recogerme.

Entre lágrimas y deseos de pronta recuperación, me despedí de mi familia, consciente de la obligada lejanía a la que estaría sometido, confiado en que podría superar este nuevo reto al cual me enfrentaba. En medio de calles oscuras y desoladas, emprendí una ruta hacia lo verdaderamente desconocido, sin saber cómo reaccionaría mi cuerpo ante la enfermedad, teniendo en cuenta una sintomatología bastante clara, consciente de los enigmas que aún esconde esta peligrosa pandemia.

En el hospital que me acogió por casa 15 días escuché: “Estamos llenos”, mientras esperaba que se desocupara una cama en las salas superiores. Luego, a las 2:44 a.m., mientras transitaba por sus pasillos iluminados, reparé –como si fuera la primera vez en un entorno de estas características– en las puertas de color verde penetrante, el frío y silencioso mármol de los pisos que ascendían hasta media pared, en el ligero sonido de algún que otro equipo o artefacto médico, un conjunto de visiones que me dio una triste perspectiva. En aquella estancia conocí a una señora que cuidaba a su madre. Para referirse a ella utilizaba
“mami”. Mami al parecer, a oído de médico, estaba en un estado muy delicado, pero me impresionó aquella
fuerza que tendría día y noche su hija para vigilar cada gesto, cada movimiento de su progenitora. Quizás, sabía que su momento de comenzar la segunda parte del viaje se acercaba…

Casi sin descanso, el personal de Salud debía atender la llegada de casos de urgencia, acompañados con los chillidos de gomas de autos; médicos y enfermeras sin un respiro se advertían agotados, pero sin una sola queja. Su labor humanitaria se ha multiplicado y, aunque ha transcurrido más de un año de trabajo inmensurable parecen no tener derecho al descanso, todavía, bajo el dolor por los fallecidos que solo dejan unas pocas pertenencias adheridas a la foto de identificación. Fue ese un momento de reflexión y quizás también para aquel que lea estas palabras. ¿Qué es la vida, qué es la muerte o qué exactamente somos? ¿Estaremos realmente disfrutando la vida?

Una de las primeras secuelas había sido la pérdida del olfato. Presentía que lo sublime de mi estancia era justamente percibir cómo cada alma recostada se levantaba de aquella estrepitosa enfermedad. Pasaron varias jornadas, entre medicamentos como Kaletra, 2 tabletas cada 12 horas; Cloroquina, 1 tableta cada 12 horas; y Heberferón, 1 bulbo en días alternos en el deltoide durante mi estancia en aquel lugar. Una habitación grande con 4 camas, 4 vidas, 4 esperanzas.

Una mujer de 40 y tantos años me recordaba que la juventud es un estado emocional. Palpar la ansiedad de la señora mayor cuando le diagnosticaron neumonía también me hizo reflexionar sobre qué tan cerca pueden estar el éxito del fracaso, la tristeza de la felicidad, sí, a unos pocos pasos de distancia.

En uno de los costados de mi habitación podía observar nubes, sol, neblina, atardeceres y amaneceres de este lado del cristal.

En mi camino, ya absorto, continuaría en aquella dramática, pero bien llevada filosofía de una tarde de
COVID-19 que seguiría el paso de los días, y más pruebas, medicamentos y PCR, hasta que, por fin, al cabo
del tiempo, venció la perseverancia, el conocimiento, el amor y el sistema médico cubano y logré derrotar, con la ayuda de muchos, al peligroso virus.

El retorno se vuelve alegría y se mezcla con la tristeza de los días ausentes, pero queda para la posteridad haber sobrevivido a algo que cobra cada día miles de vidas en el mundo. La COVID-19 sigue presente y ya le vi las dos caras: como médico y como paciente. Derrotarla es posible, pero es una batalla de todos. Sigámosla.

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