Esas son las calles de Centro Habana: las que soltaron las riendas de mi adolescencia y aún puedo observar con el recuerdo casi intacto, desde el balcón de aquella ciudadela en Neptuno.
Debajo, cubiertas por los portales sembrados de columnas, las tiendas donde me probaba los tenis que calzaba para ir a la escuela secundaria o el parque donde nos encontrábamos para jugar los niños del barrio.
Cruzo frente a la panadería restaurada y sonrío al evocar mi rostro feliz por el aroma de aquel pan de flauta recién salido del horno, mientras repasaba para las clases de matemáticas que aún hoy me cuestan gotas de sudor.
Las calles de mi patria chica con el espectro de algunas fachadas donde se desprenden en cascadas riachuelos de la fría luna y la intensidad del crudo sol que conocían la alegría de verme caminar bajo la confianza de esa edad, abordar un almendrón hasta el Coppelia.
Centro Habana me devuelve evocaciones con aquella punzada nostalgica del habanero de la cual me abrazó y provoca la sensación de distancia que veo ahora en cada letrero o esquina.









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