La vida de todas las personas en el planeta se ha modificado notablemente. El tránsito seguro hacia la “normalidad” antes conocida requiere cambiar hábitos, costumbres, maneras de interactuar con los otros…

La mayoría de las transformaciones recomendadas, en cuanto a cómo protegernos y proteger a los demás para minimizar los contagios por el SARS-COV-2, han sido informadas por múltiples medios, pero hay circunstancias puntuales que precisan de decisiones inteligentes –cuando menos, lógicas– que deben ser tomadas con sabiduría y rapidez, por el bien común.

Son como pequeños dilemas que la COVID-19 nos exige resolver con premura, como un concurso de participación con matices macabros al cual somete a los contendientes: quienes aprueban salen ilesos, mientras los perdedores corren el riesgo de pagar un alto precio.

A una de esas disyuntivas tuve que enfrentarme en estos días lluviosos, cuando he estado obligado a hacer uso del transporte público y he visto –entre el pavor y el asombro– que la inmensa mayoría de las ventanillas de las guaguas han estado cerradas.

¿Acaso tantas personas estuvieron ajenas todo este tiempo a la triste verdad de que las posibilidades de contagiarse con el nuevo coronavirus son exponencialmente mayores cuando nos hallamos en lugares cerrados? ¿Será que conocen ese peligro, pero prefieren arriesgarse antes que soportar la entrada de la incómoda lluvia por la ventana?

Claro que no es ideal que tengamos que elegir entre mojarnos un poco o exponernos con mayor riesgo al virus, como tampoco lo es que andemos por ahí con un trozo de tela cubriéndonos la nariz y la boca, o que tengamos que contener las intenciones de saludar con un beso o con un apretón de manos… pero la nueva realidad impone todo esto y más.

Las estadísticas hablan por sí solas. No son pocos los epidemiólogos que han llamado la atención sobre la importancia de viajar en ómnibus con las ventanillas abiertas. No es nada nuevo. Sin circulación de aire la exposición a los llamados aerosoles es mucho más significativa, y en ese ambiente no solo puede desandar a sus anchas el letal virus de moda, sino que allí están creadas las condiciones para merodear innumerables microorganismos muy nocivos.

Esperemos que el aceptable frío del cercano invierno no sea otra razón para cerrar ventanas en las guaguas. Confiemos en que se imponga el sentido común y no se necesite una pegatina o el regaño de un supervisor ante cada paso que debamos, o no, dar. Sepamos de una vez que nunca antes un pequeño error o una simple decisión acertada han hecho tan visible la mínima diferencia entre la vida y la muerte.

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