“Para mí es un criminal el que promueva en Cuba odios (…)”
José Martí.
Se detiene. En sus pequeñas manos sostiene una flor que coloca frente al busto de José Martí. La imagen se multiplica, cada mañana, en cualquier lugar del archipiélago donde exista una escuela. No es un hecho aislado, sino el legado de un pensamiento humanista y libertario que se insertó para siempre en la memoria de los cubanos, de todos los tiempos.
Precisamente, en el año del centenario del nacimiento de José Martí (1953), una joven maestra, Emérita Segredo Carreño, de la Asociación de Antiguos Alumnos del Seminario Martiano de La Universidad de La Habana, propone colocar un busto del Apóstol en el punto más alto de Cuba. Tanta dignidad debía ser compartida.
La idea prendió del corazón a las manos de la escultora Jilma Madera, quien modeló el barro para luego fundir en el bronce, el rostro del Héroe Nacional. Al amanecer del 21 de mayo de 1953, un grupo ascendía el Turquino, entre ellos una mujer: Celia Sánchez Manduley. Caminaban en fila, por un sendero entre las malezas, aquella mañana fría, pero soleada que se expandía en el exuberante color de la Sierra Maestra. Antes, en condiciones climatológicas adversas, una docena de hombres llevaron sobre sus hombros el cemento, el agua y otros materiales para fundir el monumento.
El doctor Manuel Sánchez Silveira, padre de Celia, estaba al frente de la expedición que integraban, además de su hija, Jilma Madera y las hermanas Emérita y Cila Segredo Carreño, entre otros acompañantes.
El viento trae ese olor de la lluvia que despierta el aliento de la tierra. El grupo concluye dos metros más sobre la base primaria. Colocan la tarja. Justo al mediodía, en asta improvisada, ondea la bandera de la estrella solitaria.