Vuela otro año sobre la Ciudad Maravilla observando cómo se llena de luces la noche, el arte que inunda sus calles, niños y adultos que se apresuran para llegar a ese punto exacto que llamamos hogar. La Habana es esa casa grande donde crecemos y somos felices, también derramamos una que otra lágrima por aquel idilio extraviado en su Malecón. Es también esa mujer que cuando pensaban que comenzaba a envejecer, a padecer de fatales enfermedades, cuando la pensaban decadente, abrió sus alas azules y cantó su onírica tonada.
Cada año que pasa nos deja un inmenso cómputo de aciertos, pérdidas, aprendizajes. Todo lo que seamos capaces de asumir como propio. Así me lo cuenta la brisa que se escurre por los adoquines y luego refresca a los que pasean por el Bulevar. No hay canción más hermosa que esa que te nombra cada noche en la radio. Villa de teatreros, bufones y tragedias, obra divina que no cabe en mil páginas porque nunca se acaba.
Madre de todos, de quienes regresan, del que se va, de todos los que te salvan con su amor delirante. Quiero regalarle un collar de ilusiones para recibir el año que llega, aquel que resalte sus verdaderos rasgos, los que el alma pura sostiene más allá de la pupila rota.
Te voy a regalar mi último sueño, la tinta derramada por la torpeza de los pensamientos fatuos. Colgaré en cada puerta tu nombre con los colores del infinito, para que nunca te manches de pasado y sepas que te llevo conmigo a cada paso.