Mis maestros… los tuve de todas las edades. Unos muy jóvenes, otros ya añosos; unos negros, otros blancos; unos muy tiernos, otros demasiado rectos, pero cada uno, sin importar su género (hombre o mujer) dejaron algo especial y mágico en mí: la luz de las letras.

De todos guardo al menos una enseñanza que sobrepasa los ámbitos académicos; en algunos casos la vergüenza ante un deber incumplido, en otros la sonrisa-recompensa por el esfuerzo realizado, pero todos –invariablemente– dejaron ahí uno de los pequeños pedazos que luego formaron mi YO.

Los maestros son así. Entre su devoción que desborda los límites de la entrega y la inocencia de los pupilos, van tejiendo una trenza de complicidades, aun en la más estricta disciplina escolar. Saberse partes de la lucha contra el desconocimiento crea lazos que las diferencias generacionales no pueden destruir y suelen perdurar muchos años en los lugares más privilegiados de la memoria, dejando muy dulces recuerdos.   

Nada más gratificante que sentir la aprobación de un profesor, su satisfacción por los avances del estudiante rezagado, ni nada más lastimoso que lamentar su ausencia. Un aula sin maestro es un rebaño sin pastor y máxime si los estudiantes han aprendido a confiar en esa mano embarrada de tizas que guía sus pasos cuando se adentran en el misterioso, y a veces tan violento, mundo real.

Sí, porque en cada etapa de nuestra vida, hubo ahí un educador para acompañarnos en los más diversos procesos, desde el despertar púber hasta las disyuntivas de la etapa universitaria, momento ese en que los filtros de la conciencia se remueven y parece que debemos aprenderlo todo desde el comienzo.

Por eso a todos los llevo en lugares particulares del corazón, incorruptos, imperfectos pero admirables; unos enfermos, otros atléticos; unos humildes, otros inexpertos, unos amigos, todos humanos.