No la recordaba así. Solía ser más alta y andar con una tiza en la mano. Su cabello era oscuro y sus rasgos menos pronunciados, como quien enfrenta la vida desde cero, sin cansancio.
Ese día la vi encorvada… parecía llevar el mundo a sus espaldas. Dudé en saludarla, seguro no se acordaría de mí, habían pasado ya 16 años. Viré la espalda y escuché su voz reclamar: “Pero, ¿tú no piensas darme un beso?”.
Fue entonces cuando la reconocí. Era ella, Caridad, la de siempre… con su sonrisa marcada de la alegría de ver crecer tantos niños, sus ojos arrugados de llorar ante el orgullo de quienes escriben sus primeras palabras, su ceño fruncido por los regaños oportunos, esos que edifican.
¡Cómo ha cambiado mi maestra! Ahora es más hermosa y tiene miles de nombres guardados en su mente, porque cada uno es una historia, un desvelo, una manera distinta de enseñar algo nuevo, de aprehender.
Sin embargo, aún cuando son muchas las diferencias con la Caridad de mis recuerdos, sigue siendo la misma: la mejor de la escuela. Tuve el honor de tenerla por profesora y no me alcanzarán los días para agradecerle las lecciones cantadas, las reglas ortográficas en formas de poesía, lo ingenioso de su método de enseñanza.
Ella fue mi maestra y, como yo, millones de habaneros agradecen a sus segundos padres, los de la academia, este 22 de diciembre.