El azul intenso de nuestro mar, ese mismo que circunda La Habana, es placer infinito de los sentidos para habaneros, hijos adoptivos y visitantes; pero, si de un amanecer se trata, el deleite se multiplica en cada bocanada de aire puro, mezcla de la sal del océano y la miel de los citadinos. Al perderse la mirada en el horizonte añil, y recorrer los vericuetos del muro que lo contiene, nos sentimos parte de una raíz profunda e indestructible. Justo en ese instante nos damos cuenta del amor por esta ciudad.