Durante tantos años septiembre trae el nuevo curso como para no recordar su primera vez y aun así siempre estrena uniformes, libretas, libros y sentimientos. Para muchos significa un esfuerzo extra asegurar zapatos nuevos o una mochila mejor, pero el primer día de clases la emoción triunfa al verlos marchar a ese lugar mágico llamado escuela, habitado por los maestros, expertos en el arte de destruir la oscuridad. 

Habrá tiempo para preocuparse por la merienda, la disciplina o las reuniones de padres, pero esta es hora de alegrarse de corazón, en ese espacio donde, por momentos, parecen no penetrar las preocupaciones, pues septiembre anuncia ya el comienzo de la carrera hacia el conocimiento y habrá que acompañarlos de cerca. 

Para culminarla, será necesario aprender de átomos y parábolas, sintaxis, muchos nombres, lugares, conceptos y fórmulas nuevas, colores, notas musicales… el universo detenido entre las páginas de un cuaderno escolar. ¿Los premios?: saber, diversidad, vocación, amigos, ¡libertad! 

Cada jornada aclarará una duda y recibirá otras aún más profundas, en batalla sin tregua contra las sombras donde se agazapan odio y miedo, los peores síntomas de la ignorancia. 

Contra ella, septiembre: un mes hecho de sueños, puertas abiertas, rayos de luz y esa paz que ofrece la certeza de que por algún camino se llega al “uno mismo”. Casi siempre, esos caminos están dibujados, con tizas blancas, sobre la pizarra de una (vieja, periférica o remodelada) escuela.