Cuando observamos a los pájaros marinos –símbolos inequívocos de la vida acuática que regresa- sobrevolar el entorno marino de La Habana, podemos asegurar que ya se experimentan cambios significativos para que las aves puedan descubrir los cardúmenes de los cuales se alimentan al lanzarse a sus aguas en un entorno cada vez más limpio. Sin embargo, lamentablemente, en la bahía, la costra de años de indisciplina ha dejado como huella el engomado que provocó el achique de los buques, con ese olor característico del aceite quemado, el combustible de los motores marinos y el vertimiento de aguas negras provenientes de las industrias que “nacieron mal”, en los alrededores del otrora principal puerto mercantil del país. 

Dentro de unos años, a partir del desarrollo del puerto de Mariel, deben acelerarse los trabajos para el saneamiento de la rada habanera y la purificación de los ríos que vierten sus aguas negras como el Martín Pérez, Luyanó y el arroyo Tadeo; aunque se prolonga como la manta de Penélope, la construcción de la planta de tratamiento de las aguas residuales, en los alrededores del lugar conocido por “los elevados”, justo bajo el sitio del antiguo control de peaje a la Vía Blanca. Este sistema de purificación necesaria lleva casi 30 años en proceso de edificación, lo cual urge resolver para dar continuidad a las proyecciones de un entorno más limpio de la ciudad.

Gracias a la voluntad sostenida de la Oficina del Historiador de la Ciudad, bajo la dirección del doctor Eusebio Leal Spengler, la restauración del centro histórico avanza desde su epicentro y cada vez incorpora nuevas imágenes renovadas que nos alienta, sobre todo cuando se llegue, con la rehabilitación capital, al Palacio de las Ursulinas y se continúe hacia la terminal de ferrocarriles. 

Foto: Cubadebate

En este camino se han forjado hombres y mujeres en el arte y el oficio de la reconstrucción (Escuelas Talleres a cargo de la Oficina del Historiador de la Ciudad), se ha potenciado inteligencia y consumidas muchas horas, incluidas las predeterminadas al sueño, para devolver la pintura original a los frescos pintados por artistas y artesanos en las paredes coloniales, el rescate de otros inmuebles de indiscutibles valor patrimonial y comunitario (en extramuros) como la Biblioteca Central de la Universidad de la Habana, en la búsqueda de soluciones a espacios de los cuales solo cuentan –los especialistas e historiadores- con fragmentos de fotografías marchitas o semidevoradas por los insectos y el tiempo, libros, reseñas, recortes de antiguos periódicos y retratos hablados que se pierden o contaminan por las travesuras de la memoria o de la mutación de las historias contaminadas y convertidas en leyenda, de boca en boca…, ese tesoro intangible que guardan los pueblos. 

Foto: Miguel Moret

Según consta en el Plan Maestro para la Revitalización Integral de La Habana Vieja, la ciudad es rica en tradiciones de ordenamiento y reglamentación urbanística. Sin embargo, “dentro y en extramuros” pueden observarse todas las variantes posibles de construcción que incluye desde la profusión de la moda y continuidad de las “barbacoas”, en cualquier espacio habitacional de puntal alto, hasta el desate de una especie de huracán constructivo que colisiona contra las normas establecidas mediante severas rachas de violaciones en fachadas y nuevas viviendas. 

En tiempos de Ñañá-Seré 

La necesidad de poner freno a esta avalancha de indisciplina constructiva obligó a establecer un mayor control de las regulaciones vigentes para la modificación y construcción de nuevos inmuebles y que tiene sus raíces históricas en las acciones del oidor Alonso de Cáceres, quien elaboró (en 1574) sus famosas Ordenanzas para el buen gobierno de la Ciudad de San Cristóbal de La Habana y de todos los pueblos de la Isla, presentadas al Cabildo habanero y promulgadas oficialmente en 1641.

Valga recordar que, durante siglos, sirvieron de modelo sobre cómo construir asentamientos en el resto de la América española.
Pero la modernidad llegó con el crecimiento de la cosmopolita urbe hasta copiar edificios de estilos avanzados de ciudades norteamericanas y que ostentaron, durante años, la primacía mundial en las edificaciones de hormigón armado como los edificios: Habana Libre y el Focsa, este último considerado entre las siete maravillas de la ingeniería civil cubana (1956, el segundo más alto del mundo en su tiempo, después de uno construido en Sao Paolo, Brasil) y restaurado hace unos años en una compleja operación constructiva. En su proyecto y ejecución se encontraban el arquitecto Ernesto Gómez Sampera y los ingenieros Luis Saénz Duplace, Bartolomé Bestard y Fernando Meneses. 

De estas siete maravillas constructivas, la capital posee cuatro y media: el mencionado Focsa (121 metros de alto), el Tunel que atraviesa la bahía (733 metros de largo), el acueducto de Albear, el túnel del alcantarillado de La Habana (1908-1915), que preveía desplazar por gravedad -y por debajo de la bahía- todos los desperdicios de la urbe, una audaz obra de ingeniería, y parte de la Carretera Central. 

El crecimiento de La Habana se extendió, en el movimiento de mi-crobrigadas que posibilitaron realizar los barrios (década de los setenta y ochenta): Alamar, edificios en Nuevo Vedado y San Angustín, precedidos por el residencial Camilo Cienfuegos y los módulos triplantas próximos a la Plaza de la Revolución y en otras localidades del territorio, a cargo de la arquitecta, miembro del Ejército Rebelde y fundadora del Frente Cívico de Mujeres Martianas, Pastora Núñez (Pastorita) -quien estuvo al frente del Instituto Nacional de Ahorro y Viviendas- impulsó los planes habitacionales del gobierno revolucionario en la década de los sesenta. 

Los barrios habaneros son como afluentes de una forma de expresión única con relación al resto del país. Casi todos sus habitantes defienden un fragmento, del ser habaneros, al considerarse autóctonos bajo el orgullo del patronímico que les funciona como un atributo entre sus conciudadanos cuando necesitan expresar el origen de su “patria chica” en cualquier lugar del país o del mundo. 

Tomo prestado y parafraseo el título de libro: Del barro y las voces, de la Doctora Graziella Pogolotti, nacida en Paris en 1932, y cuyo nombre recuerda el de un conocido barrio hacia el Oeste, en Marianao y próximo a La Lisa. 

Pogolotti fue el primer barrio obrero proyectado y construido en Cuba (104 años de edad). A esta experiencia le sucedieron otras pocas, escasas y aisladas, durante la primera mitad del siglo XX, entre las cuales se destaca el llamado Barrio Obrero de Guanabacoa, donde en 1950 el arquitecto Antonio Quintana proyectó, junto a la vivienda unifamiliar aislada, edificios multifamiliares que aun hoy exhiben su calidad de diseño y ejecución. 

Lamentablemente el espacio no queda para más y como dice el refrán: “no se puede meter La Habana en Guanabacoa, pero nada sería el barrio sin sus voces. De esta forma podemos epilogar al referirnos al peculiar dialecto de los habaneros y sus defensas para justificar las dislalias regionales en el uso singular del idioma materno: un trastorno en la articulación de los fonemas y la absorción de algunas consonantes que varía, en cada región del país, de acuerdo con las nuevas tendencias en el uso de la lengua.

Sin embargo, esta condición ha sido parte de la simpatía generada para el contrapunteo, entre provincias, hasta el punto de asumirse frases y giros idiomáticos, de todas partes, de manera que apenas permite diferenciar a nativos o recién llegados, a la capital de todos los cubanos que se apresta a celebrar sus 500 años.