La noche del 27 de enero los rostros de miles de habaneros perdieron, en cuestión de segundos, su habitual sonrisa. De pronto cientos de familias sufrieron los embates de un tornado, hecho extraño en esta ciudad. Los techos y paredes de no pocas casas cedieron ante el fenómeno atmosférico. La Habana amaneció consternada, pero con ánimos de recuperarse, los brazos solidarios se extendían por doquier para brindar ayuda, incluso se conoció la historia de un chino transformado en albañil, por el simple deseo de colaborar.

Debo confesar que cuando escuché que la barriada de Luyanó se encontraba entre las afectadas, el corazón se me estrujó. La “Patria chica”, ese reducto de tierra donde me tocó nacer, donde aprendí a leer y escribir, donde tuve mi primera novia y mis primeros rasponazos, había sido herida. Pensé en los amigos de toda la vida, en la desesperación de perder sus techos; y un nudo se tejió en mi garganta, el corazón sangraba en silencio, como si le hubiesen encajado una daga, y la cordura ordenaba mantener la calma.

Después llegaron jornadas de intenso trabajo, donde La Habana comenzó a renacer. La prensa fue de un sitio a otro, de un barrio a otro. Por doquier los dirigentes del Partido y el Gobierno en la capital daban instrucciones, precisaban datos, explicaban la necesidad de mantener la calma, que a nadie se le abandonaría.

Este miércoles acudieron Luis Antonio Torres Iríbar, primer secretario del Partido en la capital y Reinaldo García Zapata, presidente de la Asamblea Provincial del Poder Popular en La Habana al Consejo Popular Luyanó, del municipio de Diez de Octubre. El corazón volvió a latir con certidumbre.

Era como regresar a la semilla, solo que esta estaba en pleno florecimiento. El barrio era el mismo. Aún quedan casas donde es necesario meter el hombro con fuerza, pero el ánimo no decae. El barrio renace de sus “cenizas”, lo hace con nuevos bríos. Donde antes imperaba la madera, ahora se alzan paredes de bloques y cemento. Cuadra a cuadra vimos el avance, observé los cambios. Cada construcción es superior a lo que antes existía. Cada reclamo encontró la comprensión y una rápida respuesta.

Llegamos a la calle Infanzón. El pecho parecía chiquito... Todo era distinto, mejor. En los números 423 y 425, la madera no existía, con ella se fueron años de comején acumulado, el techo podrido, el papel y las tejas de las cubiertas eran cosas del pasado. El No. 423, la vieja casa donde pasé toda mi niñez y mi primera juventud, era otra. Allí seguía viviendo mi madre de Luyanó, una de esas mujeres que se prenden con fuerza a las costuras del alma y se hacen parte de uno.

Su casa también había sido afectada, sin embargo, no muestra síntomas de cansancio. Ella sabe que, pese a todos los problemas, el Estado no les va a dejar abandonados. Su mirada, llena de confianza, expresaba la gratitud mejor que cualquier palabra.

A una cuadra de distancia, en Pedro Perna, entre Manuel Pruna y Rosa Enríquez, el cambio también era radical. El ir y venir de los constructores y los dueños de las viviendas, al igual que en los demás sitios, resultaba una constante. Encontré que muchos de los habitantes seguían siendo los mismos, personas de pueblo, de hablar diáfano, sencillo, directo, pero sobre todas las cosas, agradecidos. El barrio era el de siempre, y al mismo tiempo, otro, mucho más bello. En medio del pecho, ahora se dibujada un entorno nuevo, mientras otra puntada se unía a las cientos que hacían latir con prisa a un corazón zurcido a base de amor y constancia.

Foto: Joyme Cuan
Foto: Joyme Cuan