No admite grandilocuencia. El deber se hace sencillamente sin recordatorio para premio alguno. La naturalidad de la entrega carece de género, pero las mujeres podemos regocijarnos por la alegría de los pequeños sacrificios y de otros no tan insignificantes que inciden, incluso, en la vida de un país.

Asumimos la maternidad con el desenfado propio de lo espontáneo, aunque estemos mucho tiempo acariciando la ilusión de cobijar a los hijos cada atardecer. Una vez que se instalan en casa no importa que traspasen el umbral de su existencia lejos porque sus pertenencias seguirán planchadas y dobladas por si aparecen de improviso. Y si, por el contrario, compartimos caminos, allí estamos a sol y sereno para guiarlos sin escatimar horarios.

Somos compañeras de trabajo leales y receptivas a los detalles para que el colectivo se sienta cien por ciento a gusto. Si nos agradecen bien, si no ya las estrellas harán guiños cómplices a nuestros desvelos. Vivimos enfermedades ajenas sintiéndolas en la piel porque la solidaridad es consustancial al ser femenino.

Somos apasionadas, atrevidas, guerreras, y por eso nos distingue una peculiar belleza. Nos parecemos a otras del mundo porque estos son atributos de un Universo en que “ella” se conjuga siempre en presente continuo, ya que el pasado nunca nos atrapa de tantas cosas buenas permanentemente por hacer. Ser cubana en cambio es sobresalirse del montón: la flor más lustrosa del ramo; la gota más limpia del arroyo o la leona más fiera de la manada. Tenemos alta estatura moral: La Revolución y la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) agigantaron lo que de natural nos viene, donde cumplir el deber calladamente nos hace feliz a plenitud. No me crea, pregunte a la mujer más próxima. Yo ya me sé la respuesta.