La luchadora independentista Amalia Simoni Argilagos, mujer de gran sensibilidad y demostrado amor a la patria, falleció en La Habana el 23 de enero de 1918, más bien recordada por ser la esposa del patriota cubano Ignacio Agramonte y Loynaz, con quien vivió una intensa historia de amor.  

Nació en Puerto Príncipe, Camagüey, el 10 de junio de 1842. Era la mayor de dos hermanas de una familia acomodada, fruto del matrimonio del médico José Ramón Simoni y Manuela Argilagos, los cuales no estaban conformes con su relación con Agramonte por sus insuficientes riquezas materiales. 

Ante la inicial oposición paterna, la situación se pone tensa por lo que Amalia le dice en una ocasión: “No te daré, papá, el disgusto de casarme contra tu voluntad, pero si no  con Ignacio, con ninguno lo haré”. Luego los enamorados se casaron en la parroquia de Nuestra Señora de la Soledad, el 1 de agosto de 1868. 

Pronto Ignacio va a la manigua, el 11 de noviembre de 1868, para luchar contra el colonialismo español, mientras Amalia ya estaba embarazada. El primero de diciembre, la familia Simoni decide abandonar la casa-quinta de Puerto Príncipe y trasladarse a su finca La Matilde, ya que en la ciudad estaban señalados por las autoridades coloniales porque los dos yernos del doctor Simoni, Ignacio y Eduardo Agramonte Piña, eran líderes de la insurrección. 

Cuando la vida de campaña lo permitía, La Matilde se convierte en un sitio de amor para la pareja, donde nació el primogénito Ernesto, el 26 de mayo de 1869, al cual su padre llamaría cariñosamente Mambisito. Pero la situación se complica por la cercanía de las operaciones enemigas. Por eso, Agramonte decide trasladarlos a la finca San José de los Güiros, donde estableció un sitio que nombró El Idilio, en las proximidades de la serranía de Cubitas. 

Tiempo después llega la separación definitiva; cuando celebraban el primer cumpleaños del niño se anunció la inminente llegada de una columna española. Lo último que le escuchó decir Amalia a su marido fue: “La esposa de un soldado tiene que ser valiente”. 

Desde que eran novios, mientras él estudiaba o trabajaba en La Habana, ella permanecía en Puerto Príncipe, y se comunicaban a través de intensas cartas. Luego, en el período de la guerra este intercambio epistolar alcanza una mayor trascendencia. He aquí un fragmento de una carta dirigida a Amalia el 1 de abril de 1871: 

“… ¡Cuánto he gozado con la pintura que me haces de nuestro Ernesto y de sus gracias! ¡Ay, quién te viera y quién lo viera a él! De nuestro segundo chiquitín, nada sé. Supongo que por una de Simoni del 28 de diciembre que habrá nacido en los primeros días, de este año. ¡Como lucha el corazón, bien mío, uno y otro día, en todos los momentos de la vida, con esa separación de las prendas que así adora! ¡Que honda amargura encierra el pecho, porque no te veo, y vivo lejos de ti! Y sin embargo me siento dichoso cuando pienso en que amas y que con frecuencia piensas en mí...” 

Amalia fue una activa colaboradora de las fuerzas mambisas y prestó servicios en hospitales de campaña. También sufrió los rigores de la cárcel y luego el exilio.

En una ocasión, arrestada por las fuerzas españolas, ya en plena Guerra de los Diez Años, se le requirió que escribiera a su esposo para que abandonara la lucha. Su respuesta fue categórica: "Primero me dejo cortar una mano antes que escribirle a mi esposo para que sea un traidor". 

Al hacerse insostenible su permanencia en Cuba emigró a Nueva York, donde naciera su hija Herminia, a la cual no llegó a conocer El Mayor, como le llamaban sus soldados, pues el 11 de mayo de 1873 cae en combate en los potreros de Jimaguayú el mayor general Ignacio Agramonte, uno de los principales y más queridos jefes de la lucha independentista. 

En Mérida, Yucatán, conoció de la caída en combate de su amado. Apenas 11 días antes, en carta fechada en abril, Amalia le exige más prudencia en el combate al escribirle: “Cuantos vienen de Cuba Libre y cuantos de ella escriben aseguran que te expones demasiado y que tu arrojo es ya desmedido. ¡Ah!  Tú no piensas mucho en tu Amalia, ni en nuestros dos ángeles queridos, cuando tan poco cuidas de una vida que me es necesaria, y que debes también tratar de conservar para las dos inocentes criaturas que aún  no conocen a su padre. Yo te ruego, Ignacio idolatrado, por ellos, por tu madre y también por tu angustiada Amalia, que no te batas con esa desesperación que me hace creer que ya no te interesa la vida. ¿No  me amas? Además, por interés de Cuba debes ser más prudente, exponer menos un brazo y una inteligencia de que necesita tanto. Por Cuba, Ignacio mío, por ella también, te ruego que te cuides más”.
Esa carta nunca llega a las manos de Ignacio y cuando Amalia conoce del triste suceso, estaba enferma de gravedad; pero el amor materno y la causa cubana la animan a seguir luchando por la vida y por la Patria. Al concluir la guerra en 1878, regresa a Puerto Príncipe, pero en 1895 estalla la nueva contienda, organizada por José Martí, y el gobierno colonial prácticamente la obliga a emigrar, pues le temían a su ejemplo y patriotismo. 

De vuelta a Estados Unidos, otra vez recauda fondos para la lucha. En la temporada actúa como soprano en el De Garmo Hall, de Nueva York, en funciones de beneficio. Tiene buena acogida de la crítica, que llegó a considerar su voz entre las mejores y más timbradas de entonces. 

Al finalizar la guerra sin la deseada independencia, se opone tenazmente a la intervención yanqui y a la Enmienda Platt. Le ofrecen ayuda económica por ser la viuda de El Mayor, pero la rechaza al expresar: “Mi esposo no peleó para dejarme una pensión, sino por la libertad de Cuba”. 

El 24 de febrero de 1912 devela en el principal parque de la ciudad de Camagüey, antes Puerto Príncipe, una estatua ecuestre de Agramonte, hecha por colecta popular.

Cuentan que el monumento estaba envuelto en una enorme bandera cubana y una anciana venerable tira del cordón que anuda el pabellón de la estrella solitaria. Brilla al Sol el bronce, y la mujer, conmovida, se desmaya, tanto era el parecido. Aquella  anciana era Amalia, la viuda de El Mayor, quien más allá del tiempo y de la muerte, tiene allí a su Ignacio idolatrado.
Después de la breve estancia en su ciudad natal, regresa a su casa habanera de entonces. Era la noche del 23 de enero de 1918, se reclina en un sofá mientras le pide a la hija Herminia que toque en el piano una de las melodías preferidas de sus años mozos.
Tras años de tanta angustia y dolor acumulados, también de vivencias imborrables junto a los seres queridos, su corazón dejó de latir en medio del sosiego que le provocaban las notas tiernas y nostálgicas de Chopin. A sus 75 años moría Amalia Simoni, dicen que debajo de la almohada estaban las cartas de su amado Ignacio.

Había pedido que la enterraran junto a su padre en el Cementerio de Camagüey, cerca de donde podrían estar esparcidas las cenizas de Ignacio, según la leyenda popular. Pero solo años más tarde, los restos de Amalia lograron reposar en su querido Camagüey, trasladados desde la capital, el primero de diciembre de 1991, acompañados por la combatiente revolucionaria, Vilma Espín, quien en aquella ocasión expresara: “Es un deber sagrado que cumplimos los cubanos, en unir simbólicamente sus restos con los de su compañero Ignacio, que en algún lugar de esta vasta tierra yacen desde su muerte en combate”.